jueves, 4 de diciembre de 2008

UNA PAREJA DE TURISTAS



Volvían de visitar el barrio de las bordadoras y el conserje los atajó en la recepción del hotel con un balbuceo bilingüe. Había habido un inconveniente, una de sus valijas se había incendiado mientras la empleada limpiaba el cuarto. Un caso de enchufes o resistencias, diez veces la voz aguda de la empleada que compareció de guardapolvo verde, pañuelo verde en la cabeza, sombra de bigote, el ademán de juntar los dedos de una mano frente al mentón y abrirla que la pareja ya había visto en choferes de taxi, en la feria, en la fila de entrada a un museo sin entender qué significaba. Pidieron en su idioma que les cerraran la cuenta. A la mujer no le sonaba la falta total de intención. El hombre, de codos sobre la baranda del barco que horas después los alzaba de esa ciudad para siempre, atardecía, las primeras maniobras le dieron derecho a decir y la muy imbécil, cacareando a través del pasillo con la otra como se deben gritar desde el umbral de sus casas cada mañana, ya sin chicos o gallinas o gatos entre las piernas, extendió los brazos al cielo, el collar de la cámara oscilante, o ni siquiera podía advertir el olor.
Ese mes la pareja cumplía diez años de matrimonio. Hábiles para andar por otros países, siempre sorprendidos por la eficacia de su guía, lo impermeable de sus zapatos de cuero de color, suela de goma, su botiquín, la honestidad, la deshonestidad de los nativos, los encuadres con los que él domesticaba monumentos históricos o naturales, la silueta fina de ella del centro hacia un borde, su sonrisa, nítidas
Habían sido de los primeros en subir al barco con sus valijas rodantes. Habían copado una mesa en el salón de alfombras, seis butacas mullidas, todos los apoyabrazos se levantaban. Perdida la costa, el zarpullido de vendedores sin ánimo sobre la rambla, el otro de veleros y chalupas brazos en alto, sus redes, perdidos los pájaros la pareja bajó a dirimir un juego de cartas inconcluso, después abrieron la bolsa de provisiones, una botella de vino dulce local, las servilletas de papel también se habían quemado, más unas pantuflas peludas casi infantiles, él le había dicho de no llevarlas, rompieron la regla que les desaconsejaba juzgar a esa gente y sus billetes aplanados contra los mostradores del bar, sus camisas raídas, sus gorras, la obstinación en que los estafen y la risa.
No los dejaron dormir las luces, los huesos, el temor de pasarse. El tuvo náuseas y fue hasta el baño eludiendo los durmientes desparramados por los pasillos, las manos rígidas hacia adelante, dejándose empeorar por el bamboleo. Un mismo aire espeso se estancaba en los ambientes cerrados y en su cabeza, no corría, al oírlo instalarse la mujer se incorporó y dijo que era una estupidez pero no podía dejar de pensar en esas pantuflas, centavos, él estiró un brazo a través de la mesa para acariciarle el reloj.
El barco servía varias islas. Bajaron en la primera. En la explanada del vapor, entre vehículos y jaulas de caña con animales, la gente esperaba el fin del amarre con sus paquetes somnolientos al pie, felicitándose de llegar, sonriéndoles. La misma gente en el muelle se abrazaría con su familia o desaparecería de apuro por una cuesta, otro diente de la noche, o subiría a los carros mientras ella hojeaba la guía, buscaba el nombre del hospedaje recomendado y él organizaba las valijas para soportar el asedio de los dueños de pensiones.
Estaba el barco con sus luces yéndose, estaba el muelle de cemento, la pareja, seis o siete sombras que no se acercaban a mostrarles las fotos trucadas de sus habitaciones, agarrar el equipaje, disputárselos. El sólo sabía decir buenos días. Hizo más evidente la oscuridad, la falta de otros turistas, de respuesta. Hablaban entre sí, deliberaban. Alguno amagó un paso hacia él. El más enérgico del grupo no necesitó interponerse, de a pinceladas con su cigarro de hojas pintó al turista, la espalda del vapor, el mar, el cielo. Tenía una voz cascada, bigotes, en la otra mano el gorro enfático que alisó al irse. Los demás tras él. Casi ni la curiosidad que les habría hecho ofrecer un óvalo rosa en dirección a la pareja, a su noche mal esculpida de cemento que se perdía en el agua.
El pueblo estaba en lo alto, terraza de privilegiadas puestas de sol. Al rato de subida la mujer sacó el dedo de entre las páginas del libro, desde unas matas el camino les soltó un pavo gris, convinieron que en el futuro la aparición zigzagueante, fantasmal de ese pavo, simbolizaría en sus memorias la aventura de esa noche. Marchaban corvos, los ojos latiéndoles fijos en el suelo. Hacia abajo, otra constelación, el barco distante.
Las calles del pueblo eran también irregulares pero rectas, sin faroles. Si no lo hubiesen recorrido más que durante esa hora o dos antes del alba, sin luna, más tarde ella podría haber escrito en su diario: la aldea parecía toda de tierra, y dispuesta a deshacerse con la primer lluvia, y él que esa calle que daba a una pendiente y a no se sabía que otro pozo por allá, sus techos bajos, sus canteros de cactus, eran la escena ideal para la aparición de un nuevo mártir, el mesías, otro pastor.
En la oscuridad, arrastrados por sus valijas, tocaron algunas fachadas con cartel de Piezas para recibir más silencio, chistidos, sólo una vez una voz ruinosa de hombre reprochándoles qué. Sin el mapa de las manos o el rostro para orientarse, a merced de la voz, sus acentos, su hostilidad gutural, del empujón de ese susurro abrupto al desaparecer y dejarlos de nuevo en la nada. Cada uno sobre una valija. El los dedos entre el cabello. Ella, la cabeza echada hacia atrás, señaló una campana, un bajorrelieve en el alfarje, sobre la puerta el nombre del hospedaje encantador recomendado por la guía.
Hubo otra serie de calles iguales, o volvían sobre sus pasos, un burro suelto con el hocico contra los ladrillos, un árbol ancho en la mitad de una calle que lo abrazaba. En una cuadra de pocas casas, enfrente el matorral, tal vez uno de los límites del pueblo, una ventana se abrió.
Con la poca nitidez con que veían ya todo, figuras negras sobre otras más o menos negras, vieron un brazo extendido, la mano besar la boca y volver, una mano cálida, que apretaron por turnos, ciñó el cuello de cada valija entrándolas de un salto, seca, cerraba la ventana con alivio evidente. No hubo tiempo de preguntarse por la falta de luz. Después él recordaría que antes de cerrar la ventana la mano se había estirado hasta recoger de la calle el pucho de su cigarrillo.
Cuando despertó las valijas no sostenían sus talones. Sus ojos rodaron por las paredes con fotos de colores mal impresas de artistas o músicos, un almanaque de animales tachado. Sin ventanas. El asombro al descubrir sus pies desnudos lo hizo incorporarse, despertó a la mujer. Asomaron cuellos y cabezas de cucú por el corredor. Unas horas atrás el hombre de la ventana los había conducido a ese cuarto y alzado en brazos una criatura, algo convaleciente, brilloso, desalojo al que ellos se habían opuesto sin remedio. Ahora la cara carnosa, de piel blanca bajo un musgo de granos suaves, de esa nena, de nuevo o todavía brillando, les sonreía como una bailarina a su público. Acostada en un catre a lo largo del corredor, sólo la cara afuera de las mantas. El hombre apareció con gorra y bigotes, camisa raída, chaleco, vaso humeante en la mano, sandalias de yute, idéntico a todos los de ese país. Podían sentarse a disfrutar su hospitalidad, historias, el regocijo de su mano en el pelo rojo de la nena o las fichas de un juego, la plata de su risa. Como mochila del hombre asomaba una mujer toda de arrugas. Hablaban en voz baja, ese volumen se les impuso naturalmente mientras estuvieron allí.
En la mesa baja de la sala desayunaron. Les habían asignado un ropero. Ella colgó su ropa entumecida. El hizo que los cuatro se apretaran entre los botellones de vidrio verde y la vegetación de la cortina que daba al patio, a la izquierda ella sus rodillas dejándose admirar, que la nena se acerque a su brazo de cobre, el guerrero erguido impreso en cada billete, todos menos la anciana sonrieran, los fascinó con el flash.
La casa parecía acostumbrada a las sombras. El hombre, viéndolos entusiasmarse ante los guiños de la persiana, desenvolvió unos gestos. Se resignaron a la siesta y disculparle la estrechez del colchón.
Despertar y que fuese de noche, el engaño de las lámparas a querosén, la mano maciza del hombre en sus espaldas camino a la mesa. Su mujer había vuelto. Era de las labradoras que salían en camiones rumbo al campo, los pañuelos coloridos de sus cabezas y la punta de las azadas sobresaliendo del borde del acoplado. La anciana, con su esconderse, era más comunicativa. Fue y vino con las fuentes de barro. El hombre describió el cielo sin agua, terrones hechos polvo por su mano venosa, papas presas entre el pulgar y el índice, zanahorias meñique, un magro pan, judías de arcilla, ni vino ni leche, dijo miseria, miseria. Una voltereta de la mano en el aire y estaban en el pasado, la hija del tamaño de un buen pan, la tierra cocida para ellos, pero ahora miseria. Cada noche, en adelante, ese salto de la mano mortal traería las mismas historias.
La segunda o tercer mañana, rota la telaraña de ojos de afiches que techaba sus sueños, se levantaron enérgicamente, como súbditos de ese sol que los llamaba a servirlo. El se colgó la cámara al cuello. Ella armó el bolso, leyó en voz alta un párrafo de su guía. Decidieron atravesar el valle hasta el próximo caserío, sudar, rasparse con los yuyos silvestres. Comprarían tabaco, dulces, esencia de rosa para sus anfitriones, volverían con medio molde de pan, un cuarto de queso y gusto a sal en la piel, pestañeando, al caer el sol. El hombre, ya levantado, ahuyentaba moscas en el pasillo. No pudo no sonreir al ver a su huesped en bermudas, como si le hubiera descubierto un viejo vicio de sandalias, muslos, los pelos lacios ralos en las pantorrillas. Después bajó los párpados. Tardaron en entender de qué hablaba. No podían salir?
Seis o siete veces el hombre repitió miseria, cabizbajo, tan triste como ellos. Miseria la sequía, el mar, lo que dejaban los turistas y la falta de turistas. Miserable su suerte de ser los únicos extraños. Les contó del dueño del hospedaje, que conocía a los turistas y su lengua como nadie, y aseguraba con modos de predicador que éstos eran la causa de todas sus desgracias. Se instalaba desde temprano bajo el alero de su casa a despotricar. La gente lo trataba de loco, de exagerado, pero lo escuchaban sin contradecirlo. Relacionaron ese personaje con aquel viejo de cigarro la noche de su llegada, lo describieron, la voz ronca, si, gorro, si, bigotes, todos los de la aldea tenían bigotes y se encarnaban alrededor del viejo asintiendo, cada uno agregaba una historia, versiones de las mismas historias que al sumarse sentenciaban la culpabilidad de la pareja. Miserable el hombre mismo, su vergüenza, el tambor del puño contra su pecho. Ella afeada del miedo. El ocupado en traducir, titubear a duo, chocaban las manos por no perder una misma idea en el aire, al final apoyó la cámara sobre la mesa y sobre la cámara fría su frente. La chica, desde su catre, estiró los brazos hacia ella que se sentó en el borde, la abrazó, lo que le cupo de ese cuerpo entre los brazos la hizo llorar.
Esa tarde, mientras la pareja rechazaba, aceptaba una sopa de compromiso de manos de la vieja, el hombre tomó té y fumó con los otros hombres de la aldea en la calle polvorienta. Veían pasar los carros, las nubes, humo en el extremo sur de la isla. Alguien los estaba alojando, se comentaba, un traidor. El insinuó que por ahi se refugiaban en las grutas de la costa, actuó el frío, la burla al miedo a la oscuridad, los roedores, todos rieron. Otra, los dos en el cuarto, en voz muy baja, ella quiso definir la sensación que le había provocado aquel abrazo. Después trataba de no definirla; la única imagen posible, la que no tomaba su lugar en la frase, era cruel. Lloraba. El habló del hijo que les faltaba, como si esa ausencia no hubiese estado en todo. O sentados de perfil en la cama o él de una punta a la otra sin cigarrillos. Respecto a la chica, la mujer prefirió la jerga adquirida en revistas semanales y el vestuario del gimnasio, dijo una de esas dolencias de médula, algo genético, congénito, óseo. Dejaron que la red de pensar que podían ayudarla les cayera encima. El estómago de ella, que desde entonces no había vuelto a comer, hacía ruidos tiernos, de mascota. Volvieron a percibir el almanaque, las tachaduras hasta el día de su llegada, los afiches rugosos por la humedad, el goteo de alguna que otra tachuela que cada tanto se desprendía. Si no fue esa misma noche que el hombre la volvió a recibir en la mesita baja con una sonrisa de satisfacción al indicarle su sitio, radiante más intensa la que sostuvieron ella y la chica, y sacaron la segunda foto.
El resto del rollo, que ya estaba por la mitad, se gastó alrededor de esa mesa. Ni en la cocina impenetrable, ni en el patio privándolos de la fiesta del flash, ni más allá de esos tres peldaños que descendían al cuarto del hombre, su mujer y la vieja. En sus banquetas de piel los dos hombres fueron recargando los mismos diálogos con distintos gestos, se dejaron ganar a las cartas, se consolaron con otra taza de té. Uno explicó por qué prefería las cámaras de fotos a las filmadoras, lo que se siente al despegar un avión, las fracturas a las que se exponen los esquiadores. El otro retrucaba cultivos, cueros de animales, sangrientos asaltos de la milicia en la última guerra. Cada tarde, después de almorzar, el hombre y la vieja, que a veces parecía su madre y otras de la mujer, iban al templo, dejándolos con la chica. Los tres esperaban esa hora. Dibujaban algo y escribían el nombre en los dos idiomas. De lo que más se reían era de la pronunciación torpe de él, exagerada. La chica adelgazaba, sus hoyuelos cada vez menos evidentes, y él tenía que esforzarse más en hacerla reír para que aparecieran. Hablaban de esa risa, después, solos. De un par de medias blancas hicieron títeres con botones cosidos, una parejita chillona que terminaba siempre apaleándose. Las puntas del pelo rojo áspero de la chica fueron de a poco emparejadas, lo usaba corto, algunas tardes él se iba a acostar sin sueño y ella dejaba que la chica cepillase su cabellera rubia. Las dos frente al espejo, ella volcaba su cabeza sobre la de la chica y ésta se veía rubia, fascinada separaba el oro en dos mitades, estiraba las puntas hasta su estómago o las unía bajo el mentón, tamizaba a través del pelo una mirada de mujer. La otra, mientras, se abandonaba al olor rojo de caldo, encierro, sudor, mugre dulzona de niña. Así se sacaron una foto, ellas solas, la cámara apoyada en la mesa junto al espejo.
La chica apredió a usar el zoom. Los hacía ir y venir dentro del lente a varias velocidades. Ordenaba la pose como un director autoritario a sus modelos, los iba haciendo acercarse y después pedía que se abrazaran, besensé, más fuerte, se quitaba el antifaz de la cámara y abría la boca mostrándoles cómo, estiraba la lengua, entonces él se acordaba del truco de la moneda, o del de los fósforos y el agua, o un acceso de tos la obligaba a calmarse. También eran frecuentes los ahogos. Ahí agradecían el regreso de la vieja, su mirada rápida de reproche y la orden muda de ayudar a acostarla. En un minuto dormiría, respiraban.
Una tarde por semana el hombre envolvía a la chica en otra manta y salían dejando a la pareja sola. Los miraban irse pegados a la pared del pasillo, un nudo en la garganta. Evitaban, esas largas tardes, hablar de su situación, tocarse, cualquier desborde. Se esquivaban, una sonrisa desvahída en los labios, como cuando se vuelve de enterrar a un familiar muerto y uno acomoda las fundas de las sillas, abre persianas, endereza los cuadros colgados, sin estar quietos ni esforzarse. Ella, concentrada, limpiaba unos pescados pequeños que después pondrían a secar al sol sobre una chapa en el patio. El abría legumbres, un balde de zinc entre las rodillas. Se había oído la llave en la cerradura, se oía por un rato el acarreo del balde y las bolsas, el roce del cuchillo, series de seis o siete raspaduras seguidas, rápidas, el golpe seco de los granos en el balde, después el paso de la escoba, polvo, escamas de nácar y vainas abiertas deshilachadas, más tarde se volvería a oir la llave en la cerradura, pero entre las dos, más que nada, silencio. Si llegaban a hablar era de los otros, de las manos de las mujeres, raíces, de un cucharón con un gran agujero en el centro, cazuelas de lata, el borde repujado de la cocina a querosén, los botellones, de religión, de la falta de lluvia, un chiste, una pregunta, podían rayarlos de inquietud, era mejor esperar en silencio.
La chica había dejado la escuela hacía más de un año. Ella se asombró de que sus amigas no la visitaran. Le enseñaría algo útil, matemáticas. Entre sonrisas calcularon el tiempo que llevaba ir del país de una a otra en barco, a pie, a lomo de una lagartija como la que vigilaba esos cálculos desde el techo. Iban bien y después la chica empezó a empeorar. Antes fueron los cumpleaños de la pareja, que eran el mismo día, y él quiso que el hombre entendiese un cuento pícaro de cuando la pareja apenas se conocía y el hombre creyó que en el país de los turistas, al casarse, la mujer adoptaba la fecha de cumpleaños del marido. Para el cumpleaños de la chica, que entonces pasaba casi todo el tiempo en cama, ella se desprendió su pulsera de bronce ancha, grabada con perfiles de pelícanos, que a la chica la distraía del cuaderno cuando trabajaban y se la enganchó alrededor de su muñeca huesuda. La madre y la vieja parecieron alarmarse. El desapareció antes de la comida, ya estaba oscuro, de incógnito ganó el patio y en cuatro patas rodeó el pueblo hasta los fondos del hospedaje del viejo de voz ronca, sobre un barril había una canasta de frutos rojos, minúsculos, probó uno, muy dulce, volvió con una mano ocupada por la canasta y un racimo de flores que en la oscuridad le parecieron amarillas, a cincuenta metros de la casa el miedo lo hizo pararse y correr hasta la ventana. Adentro la chica les recriminaba algo a su madre y la vieja, quizás que él se hubiera ido. Estas, extrañamente locuaces, rodeaban al hombre con las manos en alto. Apagaron las luces y volvió a entrar por la ventana. El otro le tendió su mano temblorosa. Al recibir los regalos la chica lloró todavía más, hubo que acostarla. El hombre les dió las buenas noches, pura formalidad, parecía agotado.
De madrugada la bajaron al cuarto del hombre y las mujeres. Se la oía, desde allá, gemir, atragantarse. Salió antes que el sol, en brazos, el hombre se detuvo un segundo ante la pareja despeinada en el pasillo y dejó que ella apoyara sus labios sobre la frente de la chica, retomó su marcha sin mirarlos.
Ya no estaba conciente, se estremeció ella. No llevaba la pulsera, y esa injusticia la hacía llorar más que lo que estaba pasando.
Volvió el hombre sólo, antes del atardecer. Lo habían esperado en la sala, primero caminando alrededor de la mesa y después sentados en el piso, la espalda contra el muro, la mirada perdida de a ratos en el piso o el techo. Dejó al entrar la puerta abierta, como para que entrase también la estela de preguntas y consolaciones que arrastraba. Sin las mujeres no parecía reconocer la casa propia. Anduvo por los cuartos, la cocina, se lo oyó sollozar, afilar la navaja de afeitarse, fósforos, prendía o apagaba las luces, el patio pareció escupirlo a través de su cortina de recelos y disculpas, de puños apretados azules, desechando las muecas hablaron cada uno en su idioma hasta que él lo tomó de los hombros y le dió dos besos. Mientras ellos se abrazaban ella iba ubicando las valijas junto al umbral. Habían convenido que lo menos doloroso era no dejar nada.
Según las calles, tenues, iban reconociendo lugares de los que les habían hablado, en tono instructivo, para cuando recuperasen el paso de turistas: restos de la ciudad milenaria barrida por el volcán, abajo a pique la playa en la que se doraban desnudas las mujeres en verano, espiadas por los pescadores, la nueva fuente, el templo, el cementerio. De todo, bajo la última luz de la tarde, la silueta, cenizas, empezando a dejarse olvidar. Marchaban murmurando contra el ripio que mordía los talones de sus valijas y los perros mudos de la escolta. La mantilla de una sombra se levantó al cruzarlos. Esa calle daba una curva y abajo un grupo de hombres fumaba y charlaba animadamente. Ya era tarde para volver sobre sus pasos. Los rozaron sin respirar, sin mirarlos, uno tiró un pucho a sus pies. En la mitad de la bajada se cruzaban dos carros, clausurándola. Ella se agarró al brazo de él. Uno de los carreros leía una hoja de diario arrugada, el otro alzaba su farol. Apenas los animales doblaron el pescuezo para verlos pasar como fantasmas pegados a la piedra. Lo que quedaba de bajada fue rápido, abajo era la noche total y ellos ya un poco otros, en unas horas vendría el vapor, el viento los hizo tiritar, abrazarse.
Precisamente el viento, a medida que se despejaban, pudo haberlos hecho dudar, rebelarse. Tal vez todo había sido un engaño del hombre, una farsa, una conspiración que lo abarcaba, con qué fines. Ella, todavía aturdida de dolor, ya mentalmente en las afueras, en el límite de esa isla, dijo que no tenía la menor idea de qué había pasado pero que estaba muerta de sueño, apoyó su mejilla contra el hombro impermeable de él.
Cada tanto dos o tres lucecitas se mostraban en el horizonte y desaparecían. Por ahi la niebla les ocultase el barco hasta el fin; oirían la sirena, los gritos sordos de los marineros, el chasquido de la enorme cola de trenzas sobre el agua y recién después aparecería la mole de la embarcación, estampando su sombra sobre ellos. Frente a su muelle se iban juntando otras sombras, en círculo, se frotaban las manos, se restregaban los ojos del sueño o de ver a la pareja ahí. En el mismo instante los puntos de luz que definían un triángulo en el mar y una de las sombras del grupo comenzaron a acercarse a la pareja. Agrandándose en la noche, ahora como una línea de lámparas que subía de proa hasta la cima del puente y bajaba hacia la popa, su vapor. Desde el puerto, el birrete rítmico contra la pierna más pesada, reconocible gracias a los dos faroles del muelle, el dueño del hospedaje. La misma voz ronca, aunque ahora hablaba el idioma de ellos. El respondió con dificultad; su lengua, más allá de las palabras de siempre con su mujer, le parecería extraña. Incluso de esa tierra de nadie del muelle el viejo los seguía queriendo expulsar. Hablaba del mal que habían hecho. Qué le habían hecho. Todo el mundo, tarde o temprano, pagaría sus faltas, completamente loco, otra justicia, superior, quién era él para decidirlo. Una inocente pagaba por ellos. Ella dejó de mirar las luces lentas acercarse y escupió sobre el viejo una ráfaga de insultos que éste parecía espantar como a insectos con el gorro delante de su cara. Yo que aquel decía señalando con un dedo hacia arriba, no los habría dejado ir sin cobrarme justicia. Después ella rompió a llorar contra el pecho del hombre que, dándole la espalda al otro, siguió la maniobra de arribo, la abrazaba, los vaivenes torpes del barco bajo el arrullo del motor que no cesó en el amarre ni a medida que bajaban los pocos pasajeros ni cuando esa mezcla de marino y mozo de hotel los escoltó apurándolos para que subieran, cerró las compuertas a sus espaldas. El ruido se hizo más forzado, como en un mar de arcilla, y la nave zarpó.
Ese viaje y el de avión que llevó a la pareja a su ciudad figuran en el olvido.
Ya de vuelta, reencuentros, burocracia, la vida de siempre ahora a veces estrecha y otras holgada, definitivamente incómoda, irreconocible, hasta que él se anima y manda el rollo de fotos a revelar. Al día siguiente el empleado del laboratorio lo recibe mostrándole el rollo extendido, una cinta traslúcida, igual de inútil de una punta a la otra.
Esa noche en la cama él llora, se duerme en brazos de ella. Después ella se separa con suavidad, gira, enfrenta sus fotos en los portarretratos de la mesa de luz, busca el interruptor de la lámpara pero no apaga, absorta más que en la contemplación de las fotos por su presencia misma, túneles de luz en el tiempo, su pulgar se curva, rodea, recorre distraídamente el interruptor, tarda en decidirse a detonar la oscuridad sobre sus cabezas.

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