jueves, 4 de diciembre de 2008

EL ANTILOPE





Una música lo acompañaba desde que entró en la selva. Una música que Kiki no había oído nunca. De dónde la había sacado. No podía tararear, silbarla, ni sostener el ritmo con una vara contra el muslo. Cualquier palito de ébano, una rama robada a su huella en el suelo húmedo o una espina de palma. Doscientos metros después encontraba la rama quebrada en veinte partes entre sus dedos, como esas serpientes de plastico articuladas que vendía Jaquím. Cortaba una punta de enredadera del aire, aparecía hecha un resorte alrededor del índice. O su mano vacía, sin que se acordase de haberla tirado. Una música inasible. Justo a él, que castigaba los cajones con los ojos cerrados. Qué más rápido: las manos de Kiki o las piernas de las chicas puestas a aprender un paso. En el mercado, el corazón de la mañana bombea órdenes, se acelera. Kiki, otros dos de cáscaras, y uno de crestas al camión, grita Ismael. Kiki castiga la taza de la rueda del camión con los ojos cerrados y las piernas separadas, cabeza abajo. Kiki, chista el viejo Leo. Los dedos de Kiki asimilan la textura lata, van grabándola en su memoria. Kiki, le ruega. Alza la frente sin interrumpir el ritmo. A la altura de sus ojos ve un pantalón blanco y unos zapatos de cuero de cocodrilo impecables. Más arriba, el fulgor de una moneda de veinte. Kiki cabecea, replica con un redoble que hace saltar los tornillos, la taza cae y se bambolea entre sus pies. La moneda, la sangre, el sol, lo enceguecen. Salta cuando ve al dueño del camión acercarse, y se pierde serpenteando entre los puestos. Kiki, dice el viejo viéndolo irse.







Antes de entrar a lo de la Señora Ima el viejo Leo se aseguraba de estar sobrio. De mañana, la Señora Ima era despiadada con los borrachos. Cualquier cosa la ofendía. Un pie con barro sobre su tapete de yute, una sonrisa mal colocada, como esos cajones que hacen tambalear toda la carga, o la mezcla del vaho de la caña y la saliva ácida con los primeros rayos del sol. Aparecía en el marco de la puerta, que le quedaba chico, alzando su escoba. Flojo, flojo, les gritaba. Los corría por el patio polvoriento como a gallinas. Flojo, afuera de acá. Por qué les daba palos. Alguna vez el viejo se durmió, encogido en el piso, mientras le pegaba. Eso la puso furiosa. Su único límite era la calle, surcada de autos y camiones que iban al mercado. Desde más allá, sin aire, los borrachos se burlaban con sus gestos de marioneta.
Esa mañana el viejo Leo encontró a la Señora Ima arrodillada, de espaldas. Buen día, dijo, mostrando algunos dientes blancos y una piña madura. Se sentó con la cara entre las manos. Me duele la boca, dijo. La Señora Ima chistó sin darse vuelta, extendió un brazo. El viejo arrimó unas brasas a la cafetera con la punta de dos dedos, de un movimiento rápido. Sería octubre, llegaban las primeras piñas, y la carne de ésta era morada, jugosa. Dulce, exclamó el viejo estirando la u. Se escuchó un llanto. Qué es eso, dijo él. Pero no ve, dijo ella. Si no es nada, no, bueno, no es nada. Se paró, dio vueltas con el chico en brazos alrededor de la estera, los potes con barro, hojas, el rollo de trapo, los amuletos. Al costado de la última costilla del chico un agujero con bordes de sangre. De un animal se hubiera dicho que otro lo había mordido en una lucha. Miraba al viejo, sacudía la cabeza y lloraba.
Pronto el viejo se encontró de rodillas junto a la estera, rogándole que se terminase toda la piña él solo. Está blandita, está dulce, no es cierto? No lo haga atragantar, decía ella, sostenga ahí, ¿seguro que no está? Sobrio como el sol, dijo él. Que ya calentaba, entrando por las dos puertas, la del patio y la de la casa, desde más allá de la calle a esa hora todavía sin coches y el pastizal.
Con los últimos mordiscos a la piña, estuvo terminado el vendaje. Quedaba sólo la cáscara, roída por adentro, como un resorte vencido. El chico, que había comido casi sin ensuciarse, se desplazó con su faja blanca por la sala llena de minucias, adornos, talismanes, plumas, vainas, hojas, ramas, frascos marrones, verdes, arcillas. La señora Ima atrás, liberando cada objeto de su mano decidida y torpe. Y atrás suyo el viejo, sin atreverse a preguntar nada, siguiendo con la vista el contorno de sus piernas bajo la pollera de colores, anudada sobre la cintura, angosta en los tobillos.
En el mercado las moscas, algunos camiones y carros, los puesteros, los changarines, la mercadería, empezaban a moverse. El tuerto Tomás y Rai remataban un juego de cartas. Jaquim dormía al costado, en un charco. La señora Ima está muy enojada, furiosa, dijo el viejo. Jaquim se incorporó. Ese demonio, dijo, balbuceante, no pienso seguir perdonando. Escupió unos insultos y volvió a dormirse. La furia está en sus ojos, dijo el viejo. Rai lo miró como a una mala carta. Da miedo, dijo. Y qué quiere, dijo finalmente el tuerto Tomás girando todo el cuerpo hacia él, dónde estaba ayer a la tarde. Puso la cara de las cartas contra el cajón que hacía de mesa y le contó lo del chico.





Había un hombre, un camionero que bajaba cada semana desde el Galún con piñas, con bananas o mandioca, con maíz, con manga. Alguna vez había traído cerdos y juraba que nunca más iba a cargar animales. Ni siquiera ovejas, ni siquiera pollos en su jaula. En otra época había hecho la ruta del algodón, cuando le daban los pulmones. Y llevado y traído piedras abajo del asiento, en el escape, en la rueda de auxilio, como todos. Era un hombre azulado, alto, más cómodo sobre su camión que sobre sus piernas, con una panza que le llegaba al volante. Le gustaban los mapas, los desplegaba como documentos y decía que si las ruedas de su camión tuviesen filo el país estaría tajeado así, así, así y así, con la uña de un dedo de mono.
Este hombre tenía una hermana viviendo cerca del Catambúri. Bajaba cargado de cebollas, a principios de octubre, cuando decidió desviarse para visitarla. Llegó con la tormenta del atardecer. La luz desbordaba por las ventanas de la choza. Celebraban el fin del luto del padre de su cuñado. Los chicos y los botellones iban y venían entre gritos. El hombre fue presentado también a los gritos, le hicieron preguntas, encargos, asombró con sus historias recogidas en diferentes regiones. Después que se fue la gente le ofrecieron una cama improvisada. Mi mujer me espera, dijo, señaló el camión, antes de entrar a la cabina hizo pis y palmeó una rueda como la pata de un elefante amigo.
De mañana, lo despertaron unos ruidos en la parte de atrás. En un rincón la tela estaba abierta. Amasó una bola de bosta y paja, la metió, encendida, por esa abertura. Pronto la caja se hinchó de humo y toses, escupió dos chicos dientudos que fueron a refregarse los ojos lejos del reto de su madre. Estación... Central... gritaba el hombre, imitando a los guardas del tren, mientras agitaba como un farol la bola humeante.
El sol ya estaba arriba. A los lados de la calle de tierra que llevaba a la ruta levantaban sus brazos los de la plantación, algunas chicas de pañuelo blanco en la cabeza, a ellas las habría llevado con gusto, con sus piernas livianas, chicas de viento. Puso la radio y entró al camino cantando.
Un control lo detuvo en Ciudad Real. Los conocía, casi no revisaron. Hizo cuarenta minutos de cola en la balanza de Kimberley. Después paró a comer en una estación de camioneros. Cuando divisó la gorra gris de la ciudad ya era la una. Dos y diez entró al mercado, la hora en que la actividad pide un último empujón antes del cierre. A duras penas consiguió dos negros huesudos y desganados que le aguantaran las bolsas mientras él las largaba desde arriba. El chico estaba como a la mitad de la altura de la carga, tres bolsas hacia adentro. Ocupaba el mismo espacio que una bolsa. El hombre, que se inclinaba y agarraba cada bolsa mecanicamente, lo tocó antes de verlo. El chico no se movió. El hombre se sacó la camisa, lo abrazó contra su pecho y sólo dejó que lo sostuvieran a él por los codos al saltar. Lo apoyaron sobre una estera que alguien trajo. La piel del chico era más opaca y marrón que la suya. Tendría tres o cuatro años, estaba desnudo y envuelto en sangre. Respiraba con la boca ancha muy abierta.
Se había formado un círculo a su alrededor. Alguien dijo de llevarlo a lo de la Señora Ima. Otros lo repitieron. El hombre lo alzó otra vez en brazos, dijo dónde queda. El grupo se puso en marcha, un guía adelante suyo y el resto atrás, la puerta del patio los filtró, algunos decidieron esperar en la calle, otros volver a difundir la noticia. Estos encontraron la bolsa de cebollas de sangre sobre la que había viajado el chico.
La Señora Ima le estuvo haciendo curaciones hasta la noche. El de pie, sin decidirse a apoyar la espalda en ninguna parte. En algún momento la lluvia habrá hablado por ellos. El chico no llegó a despertarse. Cuando ella dijo por hoy y enderezó las rodillas, y sus ojos verdes se enfrentaron a los del hombre, éste dijo llamarse Ki’k el camionero, y que desde hacía años transportaba su carga desde el Galún, en el mercado podía preguntarle por él a cualquiera. Conto cómo lo había encontrado. Dudaba si se lo habían puesto allá arriba, al cargar, o de noche mientras celebraba en lo de su hermana, o en la parada, mientras comía, el camión de cola contra una maleza que daba a los fondos de la estación. Cuando esté curado, dijo, lo llevaré a la plantación, buscaremos.
El hombre aceleró su regreso. Cuatro días más tarde estaba de vuelta con caña. Después de descargar fue a lo de la Señora Ima. La encontró en el techo, en la costura de un atado de paja. Kiki, dijo la Señora Ima. Ki’k, dijo el hombre, mientras levantaba una mano. El chico bajó los dos escalones y fue hasta el centro del patio. Caminaba como si del lado de la herida llevara piedras. Kiki, saludá al camionero, dijo la Señora. El chico corrió a esconderse en la casa.






Kiki atravesaba la selva como si la conociese. Le parecía más fácil de lo que decían, menos cerrada, húmeda, peligrosa. Tal vez lo fuera, pero él no pensaba pasar mucho tiempo entre esos altos árboles, su plan era atravesarla y salir. No perderse como el viejo Leo. En su imaginación estaban, más allá, las minas, que según el viejo eran cavidades gigantes en la tierra por la que resbalaban los hombres, como gusanos, de a miles. Si llegaba a otra ciudad no iba a poder no sentirse como su descubridor, aunque la habitaran miles de personas. O mejor una aldea, un espiral de chozas cónicas terminadas en punta, plantadas a pocos pasos del río. Se imaginaba en el centro del circulo, lo miraban manipular su radio con ojos verdes y negros, entonces abría su bolsa, encendía la radio un segundo y seguía andando. Ahorraba pilas. Si había pescado una canción la continuaba él, las conocía todas.
Para dormir subía a unos árboles bajos, de ramas anchas. El silencio de la noche imponía silencio. Amparados por el primer sol graznaban los pájaros. Su luz se colaba a través de la trama de la lona en que se envolvía, por un rato el mundo eran agujas de luz o de sombra. Bajaba al suelo entumecido, con un musgo de frío que se sacudía saltando, batiendo sus manos largas contra el pecho y los brazos mientras meaba.
Finalmente había decidido llevar su espejo, un triángulo de bordes agudos. Empañándolo, bizco, comprobaba el aumento de su bigote suave. Se había hecho el tic de pasarse todo el tiempo la mano por el bigote para ver si sudaba. Ya no tenía que disimular, como en el mercado, donde le cantaban “pero, los bigotes, no te va alcanzar tu madre pa comprarlos”.
Le hubiera gustado algún cuchillo, un machete, una navaja. Lo reemplazaba con el filoso maxilar de perro, tipo boomerang, que le había regalado de chico el viejo Leo. Aunque no cortara, lo usaba para abrirse paso. Serpientes, por ahora, no le había tocado ver. Siempre podía intentar atraparla por atrás de la cabeza, como hacía con los otros chicos, en el pastizal que rodea al mercado, y después se daban latigazos. Al hijo de un degollador lo había mordido una en la pantorrilla. No quería volver al mercado. Fueron a buscar al padre que lo cargó hasta el puesto. Era más grande el hijo sobre sus hombros que él. Le dieron a probar de todas las aguardientes hasta que una le hizo la reacción. El padre lo volvió a cargar hasta el suero. Ahora iban los dos algo borrachos, el hijo hinchándose, empalideciendo, le vomitaba desde los hombros hasta los talones. Una nube de moscas los marcaba. De esa vez, decían, el hijo del degollador empezó a tomar.







El paso del pastizal a la selva lo sintió antes que nada en los oídos. Venía de aparecer en su cabeza esa música irreconocible, que no lograba repetir. Lo distraía el roce de los pastos hasta la cintura, en la memoria le picaba, igual que los mosquitos o el sol. Así era la música del matorral, roce de pelos, plumas, viento, alas, piernas. Música zumbona, arrastrada y roída.
Iba atrás de esa música nueva como de un dolor nuevo, de origen desconocido, ilocalizable. De golpe notó un profundo silencio. Un bloque de silencio en el que los ruidos resaltaban nítidos, entraban, dejaban su marca y se iban. Canto de insectos y pájaros, roces de hojas aislados. Lo único perdurable era el silencio. Después sintió la sombra, las duras raíces, la humedad espesa del aire. Había entrado en la selva. Retrocedió hasta una despedida sin nostalgia y el grano gris de la ciudad, lejana, justo en la línea que dividía al pastizal del cielo.







Del camionero, muerto años atrás por la malaria, Kiki se acordaba por el camión, por la sensación que le había producido acompañarlo un par de veces, ni sabía cuántas, en su viaje. Las únicas, antes de ahora, que había salido de la ciudad. Recordaba el tablero de madera pulida en el que seguía el ritmo de la radio, sus manos anchas sobre el volante, sus guantes de grasa. A algunos, en el mercado, las cicatrices les cruzaban las manos como caminos a través de una selva desvastada. La bocina cromada, el olor del combustible tibio. La gente vista desde la altura de la cabina entrando a un pueblo.
Ante los mapas del camionero Kiki dudaba, con la boca floja, si reírse o no, como de esos chistes sobre mujeres que no entendía. Cada vez que pasaban por un puente sobre un arroyo o un río le prometía llevarlo a pescar.
Al viejo Leo, en cambio, lo había seguido encontrando cada mañana, con el sol, en la sala de la Señora Ima. Ya no tomaba. Llegaba con ofrendas ridículas, carbones con formas, trapos, frutas pasadas, plantines, hilos, suelas. Sólo alguna que otra vez, en tantos años, le había conseguido algo interesante. Un cuerno de cabra, el maxilar de perro, bolitas, plumas, cuarzos.
En el mercado lo fastidiaba siempre tratando de protegerlo. Kiki le escapaba para evitar que las burlas de los puesteros o los otros chicos lo salpicaran a él, y hasta agregaba su grano de crueldad. El viejo aceptaba todo sobre sus hombros caídos. Y, para terror de Kiki, reaparecía en el momento menos pensado poniéndole una mano sobre el hombro al caer la tarde, o para regalarle un fruto, o interrumpiendo un juego de chicos con algún mensaje exasperante para la Señora Ima, que le dijera que no había conseguido mandioca, o que a tal persona no la encontraba, o que a la mañana siguiente lo esperara con el café. Su única reacción seria, sintiendose herido, era una amenaza vaga de contarle una historia, algún día, cuando Kiki pudiera entenderla.
Después que Kiki dejó lo de la Señora Ima y fue a parar al mercado descubrió que de noche, en esa bóveda oscura, en la que cada tanto un grito de loco rajaba el silencio, la compañía del viejo no venía mal. De día daban miedo los hombres, de noche su ausencia. Los que como él o el viejo la pasaban ahí se desparramaban con la oscuridad, cada uno hacia su madriguera, algo de reptiles en la forma disimulada de no despedirse, se escabullían, se arrastraban hasta su rincón, palpaban en la oscuridad sus posesiones, ensayaban mil veces la manera de protegerlas con el cuerpo, alarmas, puntas, hasta que en la mitad de la noche un aullido desencadenaba otros que se incrustaban en las sienes del sueño.
Ahora, cuando cargaban juntos un camión y Kiki le sacaba los cajones de las manos, el viejo tenía que enderezar la espalda para palmearle el hombro, casi apoyarse en él, sin aire. Entonces llegaban las chicas con sus colores, y sentaban al viejo en su ronda, y mientras le convidaban agua fresca se reían de Kiki a la distancia. Existía para las chicas gracias al viejo. Ya era bueno con la caja, y las desafiaba a que le siguieran el ritmo. Ellas bailaban frente a él, las piernas como animales atados al resto del cuerpo, con una sonrisa que respondía directamente a la velocidad de las manos de Kiki, ensanchándose, burlona, y se borraba al final, cuando el esfuerzo las sustraía de todo lo que no fuera piernas. Ganaba Kiki, pero sólo era reconocido después que el viejo aseguraba que las prefería a ellas.
Después el viejo fue para lo de la Señora Ima y él quedó solo en el mercado. Ya soñaba con irse.





Si encontraba el rumor de un río angosto y serpenteante lo seguía. El agua, impregnada de lo que había tocado, acercaba otras presencias. Alentado por la ilusión de que junto al agua lo esperaba algo, acompañaba esos ríos aunque no le gustaran o desconfiase de su rumbo. Así, le contaban, era pescar. La idea de que, de alguna forma, estaba pescando, lo ayudaba a seguir aunque no encontrara nada. Había que ser paciente, explicaba Rai, los caminos eran eso. Lo repetía mentalmente, lo cantaba hasta que la música y el desaliento lo hacían olvidarse del agua y se desviaba en cualquier palmera con nueces o en una piedra abrazada de raíces y musgo.
Había encontrado un tronquito hueco y cubierto de musgo que sonaba a la perfección. Lo llevaba en bandolera, cruzado con su bolsa de red. Iba tocándolo con los pulgares, los pies metidos en el susurro de un riacho angosto, asi que desde que le pareció oir ruidos extraños hasta que se detuvo pasó más de lo aconsejable. Podrían haberle caído. Sacó los pies del agua sin salpicar. Trepó a un turgut de cinco metros. La espesura de los árboles vecinos no le dejaba ver nada. Le pareció oir primero un llanto y después balidos. Podían ser pájaros o un cuerno. Balidos. De lo del llanto desconfió porque parecía de un bebé, y para él los bebés lloraban mucho, ininterrumpidamente, y éste había cesado. Sería cabra salvaje. Sabía matar cabras, podía cocerla, hacerse una capa, venderla incluso, si encontraba a quien.
Entonces volvió a aparecer esa música. Parecían tambores, pero cuando quiso acercarse suavemente al ritmo, atraparlo con la punta de las uñas sobre el tronco, para que las manos lo aprendieran, no pudo. Inmóvil sobre el turgut, la cabeza y los dedos hacia adelante, protegido por el telón de lianas que le ocultaban la cabra, los monos, el bebé, o quizás una cuadrilla de guardias, que según el viejo eran más feroces que el tigre, sus escopetas lo habrían olfateado y lo buscaban, ahora volverían al jeep jurando revancha.
Con certeza, sólo oyó el ruido que hacen los arbustos al flexionarse y golpear con fuerza contra otras ramas cuando pasa algo grande. Aunque faltaba para la noche se quedó ahí, como un ciego atrás de sus ojos. Trató de recuperar esa música sin suerte hasta dormirse.





El viejo yacía sobre un colchón de paja y arpillera. La cabeza le colgaba hacia atrás, la nuca sobre el borde del colchón. Sacó una mano de entre las mantas y tocó el cajón. Algo del humo de neumáticos quemados que había afuera se colaba en la pieza, aumentaba la tos del viejo, sofocada, como si estallase bajo el agua. Donde las mantas se lo mostraban, Kiki vio su piel brillante, empujada hacia afuera por los huesos, y algunos bultos. Joyas que la enfermedad traficaba por su cuerpo.
La Señora Ima le cambió unas compresas de hojas de platano, se paró con esfuerzo, apoyando las dos manos sobre una rodilla y salió, embolsando la cortina floreada.
La boca del viejo hablaba por su cuenta. Al principio Kiki jugaba con los pulgares sobre una cara del cajón, en el centro del rombo que formaban sus rodillas abiertas, sus tobillos, su sexo. Después se fue aquietando, entró en los círculos de esa historia que el viejo contaba una vez atrás de otra, interrumpido sólo por la tos.
En abril, contaba el viejo, las lluvias arrasaban con todo. Hasta con los blancos. Antes de las primeras lluvias armaban su caravana. Se llevaban todo lo que pudiera servirles. Quedaban las chozas y ellos, mirando irse a los blancos, antes que el agua los aislara. Cuatro meses duran las lluvias. Obligarlos a cazar entonces era como pedirle a la nuez que madure en invierno. No llegaban a morir del hambre, pero muchos perdidos.
La aldea estaba junto a un río ancho, en el que los reflejos del oro brillaban intermitentes, confundidos con los del sol. Atravesándolo había tres montañas bajas. Del corazón de estas montañas salían ellos con canastos llenos de piedras sobre la cabeza. Su trabajo era ahuecar las montaña inagotables. En sus sueños la montaña, vaciada, se les quebraba encima. Salían de ella cicatrizando los ojos por la luz. Afuera, se orientaban por el brillo de los fusiles de los blancos bajo el sol.
Mucho antes que el viejo Leo naciera algunos curaban, algunos tallaban y otros cultivaban la tierra. El sólo había conocido hombres con un canasto sobre la cabeza, medio ciegos, y demasiadas mujeres. Ellas acarreaban el agua y la leña, reparaban el techo de las chozas, trataban inutilmente de curar, enterraban a los muertos. Un sólo disparo de esos fusiles podía matar hasta tres hombres en fila.
Durante las últimas lluvias que el viejo recordaba en la aldea, los hombres se reunieron cada noche. El, que todavía no les llegaba a la cintura podía verlos, desorientados y enclenques, discutir, lamentarse, cantar. Al fin decidieron que apenas empezaran las próximas lluvias y se fuesen los blancos ellos saldrían a buscar la ayuda de otras aldeas. No pudieron embriagarse ni repetir antiguos ritos de alabanza ni de honor. Sometidos a los golpes de la lluvia y el tam tam, que algún entusiasta insistía en tocar sin contagiarlos. Kiki sonrió imaginando que eso hubiera hecho él, y que lo que el viejo llamaba entusiasmo, con un filo de desprecio que hasta brillaba en su voz opaca, era sólo una reacción física, natural, algo que no habría podido manifestarse de otra forma. Pero ya eran como animales que han perdido el olfato, dijo el viejo. Se veía en la decisión, insensata, y se vería cuando tuvieran que elegir el camino lavado por las primeras lluvias.





Se juntó todo, la falta de actividad en el mercado, la ausencia del viejo, las rebeliones, lo del pobre Jaquim o lo del tonto de Jaquim, según quien lo comentara. Según el índice apuntase a la bolsa de serpientes articuladas amarillas y negras y a los cocos guardados en su cajón, o al cielo, sucio de nubes de caucho. Descartaron, tratándose de Jaquim, el cuello de botella con puntas, la rabia contra los piojos, el zapato único que desde siempre esperaba su par.
La tarde anterior Jaquim la había pasado sobre uno de los pilares de basura a la entrada del mercado, pidiendo brindis en honor de muchas cosas. Había desaparecido silenciosamente un poco antes que el sol. Camino al centro de la ciudad se habrá cruzado grupos de rebeldes con la cara atrás de pañuelos y antorchas en mano. Habrán visto que no valía la pena amenazarlo ni advertirle. Debió llegar a esas calles entoldadas cuando los tranvías las abandonaban llevándose los últimos pasajeros. Parece que de una esquina apareció una mujer, una sierva joven que llevaba un paquete contra el pecho, y que se quedaron mirando. En los ojos se le vería el susto de andar por calles tan importantes, a esa hora. Usaba un vestido corto que se rasgó en el tironeo. El paquete estaba envuelto en papel de seda blanco, que también se rompió, y atado con hilo. Jaquim fue hacia ella y se aferró al paquete. Cayeron al piso de piedras de colores. La mujer gritó y de alguna parte salieron los policías, negros y blancos.
Según Rai, con la cabeza ladeada y la lengua rosa bailándole en la boca sin dientes, lo de Jaquim sólo se entendía en un hombre que ignoraba lo que hubiera más allá del mercado y los pastizales de alrededor. Era cuestión de haber viajado un poco. Los camioneros asentían, igual que Kiki, que los rodeaba tratando de convencer a alguno de llevarlo.
Pero con los pocos camiones que entraban y el control de los puestos, los rebeldes, el miedo, era imposible. Se juntó todo. La presión de partir disparada a pie para el lado del matorral al que seguía la selva.





Que llegaba a la aldea del viejo Leo. No tenía chozas ni conocían a ningún Leo, pero era ahí. Los hombres lo miran como buscándole el flanco malo, cabeza ladeada, entrecerrando los ojos hasta que se les estira la boca en una especie de sonrisa. Las mujeres le sonríen de verdad. Hay de todas las edades, todas con dientes. Usan pantalón corto verde y sandalias, como las chicas del mercado. Que no tiene que olvidarse de mostrarles la radio.
Leo, Kiki, esos no son nombres, le dicen, en su idioma. Igual celebran la bienvenida, pasan de a uno y le palmean la espalda con las dos manos, sin rozarse el pecho. Casi todos tienen los mismos nombres. Si quiere ir a dormir, le señalan con la palma de una mano hacia arriba las supuestas chozas. Piensa que no las ve porque son medio ciegos, y que no tiene que olvidarse de la radio.
Después está tocando su tronquito en la orilla, viéndolas moverse bajo el agua. Tiene que tocar, cada vez más fuerte y rápido, para atraerlas. Cuando salgan del agua se va a ver si tienen el pantalón o están desnudas. Si pudiera dejar de tocar un segundo y encender la radio, vendrían corriendo. Ahora se acercan y se alejan, deben ser los blancos que las espantan. El se da vuelta, no ve a nadie. Parece gustarles que toque mirando hacia atrás, juega a mirar hacia un costado y el otro, ellas se van acercando con un goteo brillante en la risa, los brazos, las tetas. Por los blancos no se preocupen, les grita, animándolas a dar el paso definitivo. Ellas se encrudecen en sus lugares, es un blanco comentan entre sí, es un blanco, se hunden. Entonces, piensa, ya un poco despierto, todavía no llegaron, el padre de Leo no nació, una de éstas será madre de su madre.
Los monos se lanzaban desde la rama superior y caían sobre su cuerpo, lo celebraban chillando. Cuando Kiki abrió de un tirón la lona huyeron a los alaridos. Más tarde iban a volver, lo seguirían a la distancia.
Le dolía el cuello. Sintió el dolor al saltar del árbol, en el rebote de sus pies contra la tierra y mientras estiraba la cabeza hacia los costados se acordó del sueño. De pronto supo, con precisión y vagamente, qué era esa música que no lo soltaba desde un poco antes de entrar en la selva.






Por su tripa cosida de diamantes. Por la piel barrosa de la tierra resbalaban. Buscando en los ojos de la tierra luz.
El viejo hablaba sin descanso, sin fervor, le prestaba su garganta a la tos o a las palabras, a lo que se impusiera. Cada tanto sus ojos se entornaban y su mano buscaba la respiración pareja de Kiki. Hablaría hasta que Kiki lo abandonara y sólo se callaría después, antes que volviese a entrar la Señora Ima estaría inmóvil, y a su alrededor, cada vez más débiles, extinguiéndose, flotarían los círculos del relato.
Se ahogaba en su memoria. No recordaba su nombre. A veces tenía la edad de un cazador joven, otras, se escondía de su madre atrás del cerco de ramas secas que había servido de corral, ocupado ahora por las cabras que los blancos traían y se llevaban al irse. La huella de los blancos se borraba, alternativamente, hacia el sur, hacia el oeste y el este, hacia el norte. Siempre dejaban, a muchas leguas de ahí, una línea de tiradores controlando el paso.
Salieron en tres grupos. Los guiaban algunos viejos cargados por los más jóvenes. La lluvia no les dejaba llevar casi nada. Algunas piedras entre las encías, agua, cuchillos, pigmentos. Cada grupo un tam tam, para avisarse. Tá ta tá TA tá ta tá ta tá a TA. Aunque había oído la frase una vez sola, separado de ellos por el río que empezaba a aumentar, atrás del cerco de ramas, bajo la lluvia, el viejo todavía la podía repetir sílaba por sílaba, cada silencio, como si nunca hubiera dejado de hacerlo, como si sólo hubiese estado atento desde entonces al hilo de esa frase y a que nada de lo demás lo interrumpiera.
Protegidos por los altos árboles, por la espesura que se tramaba sobre sus cabezas, a la lluvia, que más allá de ese techo caía cerrada y con gotas como piedras, la sentían en el suelo, los pies perdidos bajo el caudal de agua marrón que parecía revestir la tierra, envolverla, los empujaba, saltaba espumosa alrededor de los troncos, arrastraba otros, caídos, amenazante. Anduvo un tiempo atrás de uno de los grupos, en el que intuía, desdibujada, la silueta de su padre. Los veía y dejaba de verlos hasta que no los vió más. Al darse vuelta encontró tan extraño el camino por el que había llegado hasta ahí como si al despertar hubiera querido reconocer en los rasgos de la mañana la cara de la noche anterior.
Se durmió y despertó varias veces. Siempre estaba sólo, tenía hambre, sollozaba su nombre o la música que debía rescatarlo. Empezó a andar repitiendo el ritmo. La música lo envolvió, lo protegía, marchaba sobre esa música en dirección a la aldea o para encontrarse con su padre. Andaba antes del mediodía y antes del atardecer, que eran las horas en que llovía menos. Cuando el agua buscaba voltearlo trepaba como podía a una rama baja o una piedra y esperaba, encogido, repitiendo aquella musica, con la cabeza asomada como si la respuesta de los tam tam fuera a caerle encima como un par de cuernos.
La única posibilidad que no había imaginado era el fin de la selva. El viento y el cielo gris extendido, el vértigo de ese cielo, o el hambre, despertó y el cielo seguía ahí, ahora púrpura, corrió azuzado por los relámpagos, anduvo por una franja de barro, vió por primera vez faroles, caballos, una casilla de madera, volvió a caer. Era el camino que iba del cuartel al pueblo. En el límite de la noche lo recorría una patrulla de soldados, uno se apeaba del caballo que relinchaba y se negaba a seguir, removía con una bota puntuda, tímida, despectiva el bulto marrón que vestía el barro.





Si acercaba el antebrazo a la oreja podía oir un zumbido. Si lo separaba, desaparecía. Lo hizo varias veces. Su cabeza, el brazo, el aire. Dónde existía ese zumbido? Busco la radio en su bolsa. La acercó, apagada, a la oreja. La encendió y fue subiendo el volumen de a poco. Tenía muchas ganas de oirla, no pudo aguantarse. Oyó tres canciones enteras y abrió la boca de la lona de golpe, le gritó al sol, a la selva que de mañana parecía más descontrolada, le gritó al aire para que en alguna parte se enterasen de que estaba cerca. Intuía o necesitaba un encuentro.
Fuego. La caja de fósforos en la bolsa. Lo ganó la cautela. Por ahi de noche, pensó no muy convencido. Hacia adelante o los costados la promesa era la misma, empezó a andar sin ganas pensando en la gente que conocía, en las chicas del mercado, de lejos había seguido sus gestos, interpretado sus miradas, oído que lo tenían por un solitario, y avivaba esas sospechas con un aire ausente o perdiéndose atrás de los puestos como si buscase algo, tarareando cualquier melodía. Ahora se reprochaba esa farsa. Para colmo el camino presentaba obstáculos que no ayudaban, troncos caídos, hormigueros de medio metro de altura en ebullición, el esqueleto de un animal chico, una cría de cebra o perro salvaje con restos de carne y piel agusanados, lo hicieron preguntarse si no estaría yendo a ninguna parte, o peor, si no terminaría chocando contra la misma ciudad, se imaginaba de vuelta en el mercado, las burlas, enfrentar a Ismael, devolverle su lona.
Después del mediodía la vegetación se abrió, los árboles se fueron separando y apareció un claro, algo que nunca había visto hasta entonces, un espacio libre distinto al matorral. Había una laguna grande, muy azul, rodeada de pasto. A la izquierda, lejos, se veían montañas de pendientes suaves, un poco desdibujadas por la bruma del sol. Del otro lado del claro empezaba un bosque de árboles de troncos finos.
Corrió hundiéndose en el fondo barroso hasta que perdió el pie. El agua estaba tibia en la superficie. En la otra orilla, una bandada se alejó aleteando.
Estuvo tirándole agua al cielo hasta que le dolieron los brazos. Después se tiró sobre el pasto, corto y blando. De la emoción que le había apretado los párpados quedaba una espuma fina, muy liviana, bailada por el viento. Despertó incorporándose de un salto, seguro de su imprudencia, y los antílopes se desparramaron con un impulso nervioso de las patas traseras. Se sentó, estiró la mano, besó el aire. Volvieron a agruparse a su alrededor. Husmearon la mano apuntándole con sus cuernos en forma de U. Eran altos como él, con rabo corto, marrones, grises y blancos. El cuero cubierto de un pelaje suave. Kiki se recostó con los ojos cerrados y dejó que lo examinaran. Los oía respirar a su alrededor, tragar agua, el movimiento de sus mandíbulas y los tirones de pasto. En un rincón del cuarto de la señora Ima, entre las botellas con velas y las vainas secas, había una máscara de madera forrada con cuero de antílope. Tiras de cuero tachueladas. También había, tallado en un vaso, otro antílope, más panzón que éstos, con los cuernos que casi se juntaban y volvían a abrirse. Si uno se fijaba, la forma de los cuernos se repetía en la del vaso, siempre lleno de agua hasta el borde. El cuidado de la señora Ima, cuando Kiki pasaba cerca del vaso, le hacía pensar que la huella de una sola gota que rebalsara podía partirlo. Pensó en los animales de la señora Ima y en sus fuerzas, en el orden de los objetos que se repartían por la casa, todos con algún sentido que él ignoraba. Ese instante, con el sol no muy fuerte fijo sobre la laguna y las mandíbulas del antílope que pastaba junto a su cabeza como único sonido, parecía haber sido ordenado por ella, corregido cien veces por sus dedos ágiles, minuciosos, de uñas largas grises.
Miraba pasar las nubes por el cielo abierto. Su primera impresión, al recibir el chorro tibia en la cara, fue que desde la laguna alguien lo incitaba a jugar. Se paró de un salto y vió al antílope ya definitivamente caído, inmóvil, el agujero en el nacimiento del cogote, junto a la oreja, y a los demás que corrían hacía el bosque dejándolos solos bajo el repique de las balas.

MARIPOSAS




Payan. Raúl el ferretero y su acompañante Dubarry dibujan una especie de contrapunto. Dubarry, acodado sobre el mostrador, dice no digás. Dubarry abre los brazos y dice Raulito estás en todas, sonríe, un arrebato de calor en sus mejillas. Es el turno del ferretero de encogerse de hombros y débil, modesta sonrisa, oponiendo las palmas a las palabras del otro como si dijese pará. Por la hoja de la puerta que dejé abierta entran los ruidos del escape de una moto, el camión del sodero. No son las tres de la tarde. No se entiende del todo el orgullo de Raúl. Aparentemente, ha dado con la forma. Dice que lo supo por un vecino, el de la break, que él se lo había dicho. Algo me impulsa a hablar. Tal vez el olor a kerosene, el cigarro recién encendido, ese calor. El, digo, se lo había dicho: del laburo sin hacer estación venite a casa. Tai ta ra ri ta tira tira tai ra. Mirá, me interrumpe Dubarry, el ojeroso, arrastrando las eses, tango, lo que se dice tango, siempre ha sido el de antes, antes de que lo bailaran nuestros ancestros, incluso entonces, y antes, el tango ya era un perro que te lame las manos mansas cuando venís de madrugada, o más bien caés, arrojado sin rezongo, corazón, como un pucho manchado de rouge. Así que pará la mano, dice, con nariz venosa, toda la carne de la cara colgándole, y un bigote sin embargo, que sumado a esa manera de acodarse, de arrastrar, lo devuelve a su edad de oro. No es que viva en el pasado, pero le pertenece, como una vaca a su marca. Tose un poco, mira mi cigarro y me mira a los ojos. Raúl dice si quiero algo. Esbozo un ademán, como diciendo. Asiente. La erre del ventilador tartamudea a derecha e izquierda. De golpe, indignación, ira. No es por falta de agallas que no digo que al metro de esa regla le faltan tres centímetros, que los miles de metros de manguera, soga, cables y caños para cortina escamoteados sostienen este fraude ferretero. Furioso, de espaldas al mostrador, trato de serenarme palpando mosquiteros de alambre y de plástico, tan diferentes al tacto uno de otro, haciendo de cuenta que no los escucho, concentrado en la garrafa y el ténder, entre planchas para bifes y tarros de pintura y grasa grafitada.
En la vereda de enfrente cambian un vidrio. El oficial y su ayudante remueven con espátulas las astillas, los restos que quedaron en el marco de la vidriera de la lavandería. Visten de verde y de azul, y la encargada, de guardapolvos, se nota que les da conversación. A las cinco y media de la matina, oigo que dice Raúl, las contracciones. Cada cinco minutos. La señora saliendo en deshabillé y bolsito qué color: celeste. La calle oscura, aún no hablaba el alba. El, con la almohada bajo el brazo y llaves y formularios de la obra social. Da arranque y oye un ruido a fierros, a traba. El coche en marcha pero a la vez inmóvil, como si le hubiera dado un ataque. La señora hace preguntas, pide, se contrae. Las mujeres, dice Dubarry. Pará, pará, dice el ferretero. Ella se asoma por la ventanilla y dice papi, que es eso en las ruedas. El, recién entonces, ahí, se da cuenta que se lo habían puesto, infradotados los que cepan, conchas de su madre, putos, hijos de puta, mudo quedó de putear a los botones de mierda del asfalto que, a todo esto, trae un taxi. Abordaje de película, dedo índice en primer plano: a la maternidad; de piedras el camino, de preguntas. Dubarry putea, solidario. El oficial vidriero y su ayudante usan unas sopapas triples con manijas para sostener el nuevo vidrio. Lo bajan pesadamente de la camioneta. Se preparan para cruzar la calle bajo los rayos del sol. Pero era un loco este taxista, un personaje, fanático de las carreras. Que, entre paréntesis, ya había ayudado a dar a luz dos veces, nenas las dos. Lo pisaba que mama mía. Con una mano buscaba en la guantera las fotos de las criaturas. Ella decía decíle que se calle, se apure, pare. Ese tipo de taxista que cuando un oficial vidriero y su ayudante, mientras cruzan con un vidrio enorme, lo ven venir, les dan ganas de hacer muecas, gesticulan antes que la resignación les cierre los ojos, no atinan, no pueden sino encogerse, llorar los vidrios rotos desparramados, y allá el taxista muy capaz de exclamar iuju, revolear el puño en alto, proponerse padrino si llegan. Existen feas flores amarillo negras susceptibles de ser enviadas?
Es una evocación del presente.
La luz entra, más bien estalla, desde el patio que no tendrá gallinas ni ranas, tirantes de pinotea del alero de chapas acanaladas, baldosones, zócalos de mármol, rejillas moras, cajones de clavos sobre clavos, el stock de un patio de película argentina. Entra partiendo el marco de las puertas, la banderola, sus contornos. La sombra de cientodos perillas para hornallas a veces se ciñe, otras se abate o recorta contra la placa de chapadur plus. Dubarry tiene manos más sólidas que un banco, dedos gordos y ágiles que se alargan cuando dice de alguien que es un loco de la guerra. Siempre le va a faltar, como un sexto dedo amputado, el cigarrillo. Raúl no fuma, pero esta mañana entendió porque la gente fuma, mientras fatigaba el pasillo infaltable, blanco y frío. Cada tanto se arrimaba a las puertas pero no oía nada. La impaciencia, los nervios, no lo dejaban distraerse. El pensamiento se le iba y volvía siempre al mismo punto. Pensaba, dice, en mi niñez. Baja la vista, parece perdido o a merced de la marea del recuerdo, se empaña. Pero sale de un salto y del lado de acá del mostrador grita Walter, Walter, al rubio que pasaba por enfrente. Vení dice el ferretero. Qué querés dice Walter y muestra la muñeca. Mas la mano de Raúl, con un aire de remo, de sombra de pájaro sobre la pared, lo atrae. Walter cruza y entra con su teléfono. Qué pasa dice. No sabés dice Raúl, me lo pusieron, el cepo. Hice como me habías dicho. A mi nunca me lo pusieron dice Walter. Pero no te acordás dice Raúl, vos me dijiste una vez. No sé dice Walter, se acomoda la agenda bajo el brazo, el nudo de la corbata. Yo te dije? Walter asegura que de autos no entiende, que él jamás. Raúl, no sin despecho, dice que es posible dividir a los hombres entre los que se dan maña para cualquier cosa y los que no. El, además de las herramientas que heredó de su viejo, tiene pasión, le gusta informarse. Dubarry, de lo que se puede hacer con las manos, ha hecho de todo. Te doy dos datos dice, pero el propio entusiasmo lo enrieda en un acceso de tos. La cara azul se sacude hacia adelante, la boca emite restos de flema, pulveriza el aire, un graznido. La mujer que acaba de entrar retrocede pidiendo disculpas. Faltaba más dice Raúl, pase. Ella nos mira uno por uno y se queda cerca de la entrada. Raulíto, alcanza a decir Dubarry. Raúl se pierde por entre las tiras de la cortina y le da curso a la reminiscencia de un río, con cascada y todo, que me despeja. La mujer se arrima un paso al mostrador. Walter nos mira mirarnos. Dubarry bebe. Raúl, como si yo fuera el culpable de la tos, me pregunta qué quiero. Varilla roscada, de tres octavos digo. Cuántas. Dos, dame. Algo más? Seis tuercas, seis arandelas grower, seis comunes y seis mariposas. Repite en voz baja mientras vuelca cada cosa sobre una hoja de diario. Mariposas no tengo dice. Cómo que no tenés mariposas. No, para tres octavos no tengo, no puedo no tener? Abro los brazos. Gira y le pregunta a la mujer qué necesita. Quería talugos dice ella. Talugos? dice Raúl mirando a Dubarry que vuelve a toser. Si, para poner un perchero. Talugos dice Raúl. Deben ser esos japoneses dice Walter. De los japoneses, no? dice mirándola serio, comprador. No sé dice ella, y ellos explotan de la risa. Entran dos albañiles, dos bolivianos con la cara y los brazos encalados, como fantasmas del carnaval. Llegó el cólera dice Raúl entredientes. Oíme digo, de un cuarto tenés? Mariposas? Todo, varilla, arandelas, todo de un cuarto dame. Si tenés. Me fijo dice, y se pone a contarle a Walter cómo hizo. Entonces suena el teléfono portátil y Raul se congela a la expectativa, Walter diciendo hola, la mujer qué hago, Dubarry lo conozco desde que era así, los albañiles exhalan cal aun cuando callan. En la calle, los baldes quietos, la escalera apoyada contra el árbol. La radio destiñe noticias. Hasta del techo cuelga la mercadería, correas para perros, taladros, martillos, portamacetas, un mediomundo. Pará digo, sabés qué, mejor dame de cinco dieciséis. Levísimo estremecimiento del bigote de Raúl. No de un cuarto? No, muy angosta. Vemos dice, y guarda lo que había sacado. Despliega otra hoja. Un mecánico en mameluco se asoma desde el umbral. Y Raulíto? Qué hacés dice Raúl. Tuvo? Tu mujer, tuvo? Hoy a la mañana dice Raúl, otro hincha de Racing. Rien. A sus espaldas el póster del equipo de José parece latir. El mecánico se ahorra su caricia de grasa, cierra el puño, dice grande, grande. Walter acaba de cortar y tiene que irse. Raúl le dice que pare, que venga. Y al mecánico también, que entre. Abre las dos hojas de la puerta que da al patio. Vení, y ustedes, y usted, señora, venga. Levanta la tapa, nos da la mano para atravesar de a uno en fila la frontera del mostrador y nos introduce en el patio. Ta tán ta tán dice, y señala una pezuña de hierro con remaches, un pedazo de cepo que resplandece.

ARGUMENTO



a J. C. Martini Real


Si la yegua, barrosa, arañada por la cincha, amenaza detenerse, Guzman salta afilando una rama en el aire, siente a sus espaldas las caras de los alemanes alterados por la interrupción, el chillido de la sierra mal aceitada, un cruce en esa lengua indiferente con la mujer rubia que ha apoyado los baldes en el piso y sacude las manos, el alivio de los otros peones.
Desde que la rueda de la máquina del arroyo, que movía la sierra, apareció rota, irreparable, Guzman está encargado de la noria, de evitar que la yegua se pare, siguiéndola o delante suyo en el círculo que marcan sus pasos, las manos del animal y piedras de bosta, cada uno a un extremo del tirante de coihue, pesado, limpio de astillas. A un costado, la niña mayor dibuja grandes letras en el barro con sus botines hasta los tobillos.
La mañana se construye con paredes de vapor que el sol levanta entre las montañas. Todavía con frío de la noche, empieza a dar vueltas alrededor del eje de hierro y los engranajes. En la sierra esperan los alemanes, el marido de la mujer rubia y sus dos hermanos, revólver a la cintura, sombreros verdes de ala ancha con un tiento que les cruza la barba espesa y roja. Ordenan con gestos, sólo uno habla algo de español, agudo y vidrioso, que abandona antes de ser comprendido. En sus bocas los nombres de los peones, mestizos o araucanos, suenan como un palo entre los rayos de una rueda. A Guzman, con ofensiva inocencia, le dicen Gutmann.
La casa todavía no tiene paredes ni techo, apenas las vigas como tótems, tirantes que las unen entre sí, el suelo alisado y montones de cajas cubiertas con lonas. Al mediodía, Guzman se deja caer sobre un tronco, en rueda de compañeros. Comen carne asada, fibrosa, naves de sombra para desentenderse de la mandíbula que tironea y el gusto agrio. Adentro del esqueleto de la casa, impávidos, los alemanes cumplen su vida familiar.
Bajo la lluvia se trabaja frenéticamente, los alemanes creen reconocer el pulso del otoño y la posibilidad de no acabar a tiempo los ensordece. Giro tras giro, cada vez más rápido, Guzman recuerda. La casa de Puerto Montt, su escalera angosta y el ruido de la valija que cae rebotando, fiel a su dueño. Valdivia, el frío después del incendio del aserradero y él obligado a sostenerse la cintura para poder caminar, la fiebre pidiéndole un agujero adonde morir, encogido, aniñado en el pecho de la desgracia. De repente Osorno, lejos del aire de mar que le envenena los huesos, los alemanes los han contratado y las calles se dejan transitar alegremente, entre gloriosos convites de vino y valses de vitrola. Nombres, caras de compadres. Alguna mujer, gastando a cuenta del improbable futuro feliz.
Ya no se engaña. Sujeto a su órbita recorre mentalmente el bosque, ese aire oscuro y fragante, vuelve a ver pasar a la niña, recuesta el hacha al pie de una araucaria y la sigue, oculto entre las cañas la mira arrojar piedras al agua con violencia, luminosa. Ahora, cuando ella aparece guiando a sus hermanas hasta la noria para ver a la yegua, desoyendo los gritos de la mujer rubia, Guzman piensa en la rueda de la máquina, ya enmohecida, difusa en el fondo del arroyo, y la maldice. Trata de adivinar si en el idioma de sus ojos azules ella le responde. Una de las más pequeñas llora y se alejan con fastidio, ajenas a los avatares de la construcción, a Guzman que se derrumba antes que el sol desaparezca atrás de los árboles, sus rodillas se vencen y arrastran al resto del cuerpo. Cae de boca abierta sobre su sombra, oyendo la fricción de sus huesos gastados. La yegua, al detenerse, sopla por el hocico y mueve la cabeza de un lado a otro, como ciego sin música.

UNA PAREJA DE TURISTAS



Volvían de visitar el barrio de las bordadoras y el conserje los atajó en la recepción del hotel con un balbuceo bilingüe. Había habido un inconveniente, una de sus valijas se había incendiado mientras la empleada limpiaba el cuarto. Un caso de enchufes o resistencias, diez veces la voz aguda de la empleada que compareció de guardapolvo verde, pañuelo verde en la cabeza, sombra de bigote, el ademán de juntar los dedos de una mano frente al mentón y abrirla que la pareja ya había visto en choferes de taxi, en la feria, en la fila de entrada a un museo sin entender qué significaba. Pidieron en su idioma que les cerraran la cuenta. A la mujer no le sonaba la falta total de intención. El hombre, de codos sobre la baranda del barco que horas después los alzaba de esa ciudad para siempre, atardecía, las primeras maniobras le dieron derecho a decir y la muy imbécil, cacareando a través del pasillo con la otra como se deben gritar desde el umbral de sus casas cada mañana, ya sin chicos o gallinas o gatos entre las piernas, extendió los brazos al cielo, el collar de la cámara oscilante, o ni siquiera podía advertir el olor.
Ese mes la pareja cumplía diez años de matrimonio. Hábiles para andar por otros países, siempre sorprendidos por la eficacia de su guía, lo impermeable de sus zapatos de cuero de color, suela de goma, su botiquín, la honestidad, la deshonestidad de los nativos, los encuadres con los que él domesticaba monumentos históricos o naturales, la silueta fina de ella del centro hacia un borde, su sonrisa, nítidas
Habían sido de los primeros en subir al barco con sus valijas rodantes. Habían copado una mesa en el salón de alfombras, seis butacas mullidas, todos los apoyabrazos se levantaban. Perdida la costa, el zarpullido de vendedores sin ánimo sobre la rambla, el otro de veleros y chalupas brazos en alto, sus redes, perdidos los pájaros la pareja bajó a dirimir un juego de cartas inconcluso, después abrieron la bolsa de provisiones, una botella de vino dulce local, las servilletas de papel también se habían quemado, más unas pantuflas peludas casi infantiles, él le había dicho de no llevarlas, rompieron la regla que les desaconsejaba juzgar a esa gente y sus billetes aplanados contra los mostradores del bar, sus camisas raídas, sus gorras, la obstinación en que los estafen y la risa.
No los dejaron dormir las luces, los huesos, el temor de pasarse. El tuvo náuseas y fue hasta el baño eludiendo los durmientes desparramados por los pasillos, las manos rígidas hacia adelante, dejándose empeorar por el bamboleo. Un mismo aire espeso se estancaba en los ambientes cerrados y en su cabeza, no corría, al oírlo instalarse la mujer se incorporó y dijo que era una estupidez pero no podía dejar de pensar en esas pantuflas, centavos, él estiró un brazo a través de la mesa para acariciarle el reloj.
El barco servía varias islas. Bajaron en la primera. En la explanada del vapor, entre vehículos y jaulas de caña con animales, la gente esperaba el fin del amarre con sus paquetes somnolientos al pie, felicitándose de llegar, sonriéndoles. La misma gente en el muelle se abrazaría con su familia o desaparecería de apuro por una cuesta, otro diente de la noche, o subiría a los carros mientras ella hojeaba la guía, buscaba el nombre del hospedaje recomendado y él organizaba las valijas para soportar el asedio de los dueños de pensiones.
Estaba el barco con sus luces yéndose, estaba el muelle de cemento, la pareja, seis o siete sombras que no se acercaban a mostrarles las fotos trucadas de sus habitaciones, agarrar el equipaje, disputárselos. El sólo sabía decir buenos días. Hizo más evidente la oscuridad, la falta de otros turistas, de respuesta. Hablaban entre sí, deliberaban. Alguno amagó un paso hacia él. El más enérgico del grupo no necesitó interponerse, de a pinceladas con su cigarro de hojas pintó al turista, la espalda del vapor, el mar, el cielo. Tenía una voz cascada, bigotes, en la otra mano el gorro enfático que alisó al irse. Los demás tras él. Casi ni la curiosidad que les habría hecho ofrecer un óvalo rosa en dirección a la pareja, a su noche mal esculpida de cemento que se perdía en el agua.
El pueblo estaba en lo alto, terraza de privilegiadas puestas de sol. Al rato de subida la mujer sacó el dedo de entre las páginas del libro, desde unas matas el camino les soltó un pavo gris, convinieron que en el futuro la aparición zigzagueante, fantasmal de ese pavo, simbolizaría en sus memorias la aventura de esa noche. Marchaban corvos, los ojos latiéndoles fijos en el suelo. Hacia abajo, otra constelación, el barco distante.
Las calles del pueblo eran también irregulares pero rectas, sin faroles. Si no lo hubiesen recorrido más que durante esa hora o dos antes del alba, sin luna, más tarde ella podría haber escrito en su diario: la aldea parecía toda de tierra, y dispuesta a deshacerse con la primer lluvia, y él que esa calle que daba a una pendiente y a no se sabía que otro pozo por allá, sus techos bajos, sus canteros de cactus, eran la escena ideal para la aparición de un nuevo mártir, el mesías, otro pastor.
En la oscuridad, arrastrados por sus valijas, tocaron algunas fachadas con cartel de Piezas para recibir más silencio, chistidos, sólo una vez una voz ruinosa de hombre reprochándoles qué. Sin el mapa de las manos o el rostro para orientarse, a merced de la voz, sus acentos, su hostilidad gutural, del empujón de ese susurro abrupto al desaparecer y dejarlos de nuevo en la nada. Cada uno sobre una valija. El los dedos entre el cabello. Ella, la cabeza echada hacia atrás, señaló una campana, un bajorrelieve en el alfarje, sobre la puerta el nombre del hospedaje encantador recomendado por la guía.
Hubo otra serie de calles iguales, o volvían sobre sus pasos, un burro suelto con el hocico contra los ladrillos, un árbol ancho en la mitad de una calle que lo abrazaba. En una cuadra de pocas casas, enfrente el matorral, tal vez uno de los límites del pueblo, una ventana se abrió.
Con la poca nitidez con que veían ya todo, figuras negras sobre otras más o menos negras, vieron un brazo extendido, la mano besar la boca y volver, una mano cálida, que apretaron por turnos, ciñó el cuello de cada valija entrándolas de un salto, seca, cerraba la ventana con alivio evidente. No hubo tiempo de preguntarse por la falta de luz. Después él recordaría que antes de cerrar la ventana la mano se había estirado hasta recoger de la calle el pucho de su cigarrillo.
Cuando despertó las valijas no sostenían sus talones. Sus ojos rodaron por las paredes con fotos de colores mal impresas de artistas o músicos, un almanaque de animales tachado. Sin ventanas. El asombro al descubrir sus pies desnudos lo hizo incorporarse, despertó a la mujer. Asomaron cuellos y cabezas de cucú por el corredor. Unas horas atrás el hombre de la ventana los había conducido a ese cuarto y alzado en brazos una criatura, algo convaleciente, brilloso, desalojo al que ellos se habían opuesto sin remedio. Ahora la cara carnosa, de piel blanca bajo un musgo de granos suaves, de esa nena, de nuevo o todavía brillando, les sonreía como una bailarina a su público. Acostada en un catre a lo largo del corredor, sólo la cara afuera de las mantas. El hombre apareció con gorra y bigotes, camisa raída, chaleco, vaso humeante en la mano, sandalias de yute, idéntico a todos los de ese país. Podían sentarse a disfrutar su hospitalidad, historias, el regocijo de su mano en el pelo rojo de la nena o las fichas de un juego, la plata de su risa. Como mochila del hombre asomaba una mujer toda de arrugas. Hablaban en voz baja, ese volumen se les impuso naturalmente mientras estuvieron allí.
En la mesa baja de la sala desayunaron. Les habían asignado un ropero. Ella colgó su ropa entumecida. El hizo que los cuatro se apretaran entre los botellones de vidrio verde y la vegetación de la cortina que daba al patio, a la izquierda ella sus rodillas dejándose admirar, que la nena se acerque a su brazo de cobre, el guerrero erguido impreso en cada billete, todos menos la anciana sonrieran, los fascinó con el flash.
La casa parecía acostumbrada a las sombras. El hombre, viéndolos entusiasmarse ante los guiños de la persiana, desenvolvió unos gestos. Se resignaron a la siesta y disculparle la estrechez del colchón.
Despertar y que fuese de noche, el engaño de las lámparas a querosén, la mano maciza del hombre en sus espaldas camino a la mesa. Su mujer había vuelto. Era de las labradoras que salían en camiones rumbo al campo, los pañuelos coloridos de sus cabezas y la punta de las azadas sobresaliendo del borde del acoplado. La anciana, con su esconderse, era más comunicativa. Fue y vino con las fuentes de barro. El hombre describió el cielo sin agua, terrones hechos polvo por su mano venosa, papas presas entre el pulgar y el índice, zanahorias meñique, un magro pan, judías de arcilla, ni vino ni leche, dijo miseria, miseria. Una voltereta de la mano en el aire y estaban en el pasado, la hija del tamaño de un buen pan, la tierra cocida para ellos, pero ahora miseria. Cada noche, en adelante, ese salto de la mano mortal traería las mismas historias.
La segunda o tercer mañana, rota la telaraña de ojos de afiches que techaba sus sueños, se levantaron enérgicamente, como súbditos de ese sol que los llamaba a servirlo. El se colgó la cámara al cuello. Ella armó el bolso, leyó en voz alta un párrafo de su guía. Decidieron atravesar el valle hasta el próximo caserío, sudar, rasparse con los yuyos silvestres. Comprarían tabaco, dulces, esencia de rosa para sus anfitriones, volverían con medio molde de pan, un cuarto de queso y gusto a sal en la piel, pestañeando, al caer el sol. El hombre, ya levantado, ahuyentaba moscas en el pasillo. No pudo no sonreir al ver a su huesped en bermudas, como si le hubiera descubierto un viejo vicio de sandalias, muslos, los pelos lacios ralos en las pantorrillas. Después bajó los párpados. Tardaron en entender de qué hablaba. No podían salir?
Seis o siete veces el hombre repitió miseria, cabizbajo, tan triste como ellos. Miseria la sequía, el mar, lo que dejaban los turistas y la falta de turistas. Miserable su suerte de ser los únicos extraños. Les contó del dueño del hospedaje, que conocía a los turistas y su lengua como nadie, y aseguraba con modos de predicador que éstos eran la causa de todas sus desgracias. Se instalaba desde temprano bajo el alero de su casa a despotricar. La gente lo trataba de loco, de exagerado, pero lo escuchaban sin contradecirlo. Relacionaron ese personaje con aquel viejo de cigarro la noche de su llegada, lo describieron, la voz ronca, si, gorro, si, bigotes, todos los de la aldea tenían bigotes y se encarnaban alrededor del viejo asintiendo, cada uno agregaba una historia, versiones de las mismas historias que al sumarse sentenciaban la culpabilidad de la pareja. Miserable el hombre mismo, su vergüenza, el tambor del puño contra su pecho. Ella afeada del miedo. El ocupado en traducir, titubear a duo, chocaban las manos por no perder una misma idea en el aire, al final apoyó la cámara sobre la mesa y sobre la cámara fría su frente. La chica, desde su catre, estiró los brazos hacia ella que se sentó en el borde, la abrazó, lo que le cupo de ese cuerpo entre los brazos la hizo llorar.
Esa tarde, mientras la pareja rechazaba, aceptaba una sopa de compromiso de manos de la vieja, el hombre tomó té y fumó con los otros hombres de la aldea en la calle polvorienta. Veían pasar los carros, las nubes, humo en el extremo sur de la isla. Alguien los estaba alojando, se comentaba, un traidor. El insinuó que por ahi se refugiaban en las grutas de la costa, actuó el frío, la burla al miedo a la oscuridad, los roedores, todos rieron. Otra, los dos en el cuarto, en voz muy baja, ella quiso definir la sensación que le había provocado aquel abrazo. Después trataba de no definirla; la única imagen posible, la que no tomaba su lugar en la frase, era cruel. Lloraba. El habló del hijo que les faltaba, como si esa ausencia no hubiese estado en todo. O sentados de perfil en la cama o él de una punta a la otra sin cigarrillos. Respecto a la chica, la mujer prefirió la jerga adquirida en revistas semanales y el vestuario del gimnasio, dijo una de esas dolencias de médula, algo genético, congénito, óseo. Dejaron que la red de pensar que podían ayudarla les cayera encima. El estómago de ella, que desde entonces no había vuelto a comer, hacía ruidos tiernos, de mascota. Volvieron a percibir el almanaque, las tachaduras hasta el día de su llegada, los afiches rugosos por la humedad, el goteo de alguna que otra tachuela que cada tanto se desprendía. Si no fue esa misma noche que el hombre la volvió a recibir en la mesita baja con una sonrisa de satisfacción al indicarle su sitio, radiante más intensa la que sostuvieron ella y la chica, y sacaron la segunda foto.
El resto del rollo, que ya estaba por la mitad, se gastó alrededor de esa mesa. Ni en la cocina impenetrable, ni en el patio privándolos de la fiesta del flash, ni más allá de esos tres peldaños que descendían al cuarto del hombre, su mujer y la vieja. En sus banquetas de piel los dos hombres fueron recargando los mismos diálogos con distintos gestos, se dejaron ganar a las cartas, se consolaron con otra taza de té. Uno explicó por qué prefería las cámaras de fotos a las filmadoras, lo que se siente al despegar un avión, las fracturas a las que se exponen los esquiadores. El otro retrucaba cultivos, cueros de animales, sangrientos asaltos de la milicia en la última guerra. Cada tarde, después de almorzar, el hombre y la vieja, que a veces parecía su madre y otras de la mujer, iban al templo, dejándolos con la chica. Los tres esperaban esa hora. Dibujaban algo y escribían el nombre en los dos idiomas. De lo que más se reían era de la pronunciación torpe de él, exagerada. La chica adelgazaba, sus hoyuelos cada vez menos evidentes, y él tenía que esforzarse más en hacerla reír para que aparecieran. Hablaban de esa risa, después, solos. De un par de medias blancas hicieron títeres con botones cosidos, una parejita chillona que terminaba siempre apaleándose. Las puntas del pelo rojo áspero de la chica fueron de a poco emparejadas, lo usaba corto, algunas tardes él se iba a acostar sin sueño y ella dejaba que la chica cepillase su cabellera rubia. Las dos frente al espejo, ella volcaba su cabeza sobre la de la chica y ésta se veía rubia, fascinada separaba el oro en dos mitades, estiraba las puntas hasta su estómago o las unía bajo el mentón, tamizaba a través del pelo una mirada de mujer. La otra, mientras, se abandonaba al olor rojo de caldo, encierro, sudor, mugre dulzona de niña. Así se sacaron una foto, ellas solas, la cámara apoyada en la mesa junto al espejo.
La chica apredió a usar el zoom. Los hacía ir y venir dentro del lente a varias velocidades. Ordenaba la pose como un director autoritario a sus modelos, los iba haciendo acercarse y después pedía que se abrazaran, besensé, más fuerte, se quitaba el antifaz de la cámara y abría la boca mostrándoles cómo, estiraba la lengua, entonces él se acordaba del truco de la moneda, o del de los fósforos y el agua, o un acceso de tos la obligaba a calmarse. También eran frecuentes los ahogos. Ahí agradecían el regreso de la vieja, su mirada rápida de reproche y la orden muda de ayudar a acostarla. En un minuto dormiría, respiraban.
Una tarde por semana el hombre envolvía a la chica en otra manta y salían dejando a la pareja sola. Los miraban irse pegados a la pared del pasillo, un nudo en la garganta. Evitaban, esas largas tardes, hablar de su situación, tocarse, cualquier desborde. Se esquivaban, una sonrisa desvahída en los labios, como cuando se vuelve de enterrar a un familiar muerto y uno acomoda las fundas de las sillas, abre persianas, endereza los cuadros colgados, sin estar quietos ni esforzarse. Ella, concentrada, limpiaba unos pescados pequeños que después pondrían a secar al sol sobre una chapa en el patio. El abría legumbres, un balde de zinc entre las rodillas. Se había oído la llave en la cerradura, se oía por un rato el acarreo del balde y las bolsas, el roce del cuchillo, series de seis o siete raspaduras seguidas, rápidas, el golpe seco de los granos en el balde, después el paso de la escoba, polvo, escamas de nácar y vainas abiertas deshilachadas, más tarde se volvería a oir la llave en la cerradura, pero entre las dos, más que nada, silencio. Si llegaban a hablar era de los otros, de las manos de las mujeres, raíces, de un cucharón con un gran agujero en el centro, cazuelas de lata, el borde repujado de la cocina a querosén, los botellones, de religión, de la falta de lluvia, un chiste, una pregunta, podían rayarlos de inquietud, era mejor esperar en silencio.
La chica había dejado la escuela hacía más de un año. Ella se asombró de que sus amigas no la visitaran. Le enseñaría algo útil, matemáticas. Entre sonrisas calcularon el tiempo que llevaba ir del país de una a otra en barco, a pie, a lomo de una lagartija como la que vigilaba esos cálculos desde el techo. Iban bien y después la chica empezó a empeorar. Antes fueron los cumpleaños de la pareja, que eran el mismo día, y él quiso que el hombre entendiese un cuento pícaro de cuando la pareja apenas se conocía y el hombre creyó que en el país de los turistas, al casarse, la mujer adoptaba la fecha de cumpleaños del marido. Para el cumpleaños de la chica, que entonces pasaba casi todo el tiempo en cama, ella se desprendió su pulsera de bronce ancha, grabada con perfiles de pelícanos, que a la chica la distraía del cuaderno cuando trabajaban y se la enganchó alrededor de su muñeca huesuda. La madre y la vieja parecieron alarmarse. El desapareció antes de la comida, ya estaba oscuro, de incógnito ganó el patio y en cuatro patas rodeó el pueblo hasta los fondos del hospedaje del viejo de voz ronca, sobre un barril había una canasta de frutos rojos, minúsculos, probó uno, muy dulce, volvió con una mano ocupada por la canasta y un racimo de flores que en la oscuridad le parecieron amarillas, a cincuenta metros de la casa el miedo lo hizo pararse y correr hasta la ventana. Adentro la chica les recriminaba algo a su madre y la vieja, quizás que él se hubiera ido. Estas, extrañamente locuaces, rodeaban al hombre con las manos en alto. Apagaron las luces y volvió a entrar por la ventana. El otro le tendió su mano temblorosa. Al recibir los regalos la chica lloró todavía más, hubo que acostarla. El hombre les dió las buenas noches, pura formalidad, parecía agotado.
De madrugada la bajaron al cuarto del hombre y las mujeres. Se la oía, desde allá, gemir, atragantarse. Salió antes que el sol, en brazos, el hombre se detuvo un segundo ante la pareja despeinada en el pasillo y dejó que ella apoyara sus labios sobre la frente de la chica, retomó su marcha sin mirarlos.
Ya no estaba conciente, se estremeció ella. No llevaba la pulsera, y esa injusticia la hacía llorar más que lo que estaba pasando.
Volvió el hombre sólo, antes del atardecer. Lo habían esperado en la sala, primero caminando alrededor de la mesa y después sentados en el piso, la espalda contra el muro, la mirada perdida de a ratos en el piso o el techo. Dejó al entrar la puerta abierta, como para que entrase también la estela de preguntas y consolaciones que arrastraba. Sin las mujeres no parecía reconocer la casa propia. Anduvo por los cuartos, la cocina, se lo oyó sollozar, afilar la navaja de afeitarse, fósforos, prendía o apagaba las luces, el patio pareció escupirlo a través de su cortina de recelos y disculpas, de puños apretados azules, desechando las muecas hablaron cada uno en su idioma hasta que él lo tomó de los hombros y le dió dos besos. Mientras ellos se abrazaban ella iba ubicando las valijas junto al umbral. Habían convenido que lo menos doloroso era no dejar nada.
Según las calles, tenues, iban reconociendo lugares de los que les habían hablado, en tono instructivo, para cuando recuperasen el paso de turistas: restos de la ciudad milenaria barrida por el volcán, abajo a pique la playa en la que se doraban desnudas las mujeres en verano, espiadas por los pescadores, la nueva fuente, el templo, el cementerio. De todo, bajo la última luz de la tarde, la silueta, cenizas, empezando a dejarse olvidar. Marchaban murmurando contra el ripio que mordía los talones de sus valijas y los perros mudos de la escolta. La mantilla de una sombra se levantó al cruzarlos. Esa calle daba una curva y abajo un grupo de hombres fumaba y charlaba animadamente. Ya era tarde para volver sobre sus pasos. Los rozaron sin respirar, sin mirarlos, uno tiró un pucho a sus pies. En la mitad de la bajada se cruzaban dos carros, clausurándola. Ella se agarró al brazo de él. Uno de los carreros leía una hoja de diario arrugada, el otro alzaba su farol. Apenas los animales doblaron el pescuezo para verlos pasar como fantasmas pegados a la piedra. Lo que quedaba de bajada fue rápido, abajo era la noche total y ellos ya un poco otros, en unas horas vendría el vapor, el viento los hizo tiritar, abrazarse.
Precisamente el viento, a medida que se despejaban, pudo haberlos hecho dudar, rebelarse. Tal vez todo había sido un engaño del hombre, una farsa, una conspiración que lo abarcaba, con qué fines. Ella, todavía aturdida de dolor, ya mentalmente en las afueras, en el límite de esa isla, dijo que no tenía la menor idea de qué había pasado pero que estaba muerta de sueño, apoyó su mejilla contra el hombro impermeable de él.
Cada tanto dos o tres lucecitas se mostraban en el horizonte y desaparecían. Por ahi la niebla les ocultase el barco hasta el fin; oirían la sirena, los gritos sordos de los marineros, el chasquido de la enorme cola de trenzas sobre el agua y recién después aparecería la mole de la embarcación, estampando su sombra sobre ellos. Frente a su muelle se iban juntando otras sombras, en círculo, se frotaban las manos, se restregaban los ojos del sueño o de ver a la pareja ahí. En el mismo instante los puntos de luz que definían un triángulo en el mar y una de las sombras del grupo comenzaron a acercarse a la pareja. Agrandándose en la noche, ahora como una línea de lámparas que subía de proa hasta la cima del puente y bajaba hacia la popa, su vapor. Desde el puerto, el birrete rítmico contra la pierna más pesada, reconocible gracias a los dos faroles del muelle, el dueño del hospedaje. La misma voz ronca, aunque ahora hablaba el idioma de ellos. El respondió con dificultad; su lengua, más allá de las palabras de siempre con su mujer, le parecería extraña. Incluso de esa tierra de nadie del muelle el viejo los seguía queriendo expulsar. Hablaba del mal que habían hecho. Qué le habían hecho. Todo el mundo, tarde o temprano, pagaría sus faltas, completamente loco, otra justicia, superior, quién era él para decidirlo. Una inocente pagaba por ellos. Ella dejó de mirar las luces lentas acercarse y escupió sobre el viejo una ráfaga de insultos que éste parecía espantar como a insectos con el gorro delante de su cara. Yo que aquel decía señalando con un dedo hacia arriba, no los habría dejado ir sin cobrarme justicia. Después ella rompió a llorar contra el pecho del hombre que, dándole la espalda al otro, siguió la maniobra de arribo, la abrazaba, los vaivenes torpes del barco bajo el arrullo del motor que no cesó en el amarre ni a medida que bajaban los pocos pasajeros ni cuando esa mezcla de marino y mozo de hotel los escoltó apurándolos para que subieran, cerró las compuertas a sus espaldas. El ruido se hizo más forzado, como en un mar de arcilla, y la nave zarpó.
Ese viaje y el de avión que llevó a la pareja a su ciudad figuran en el olvido.
Ya de vuelta, reencuentros, burocracia, la vida de siempre ahora a veces estrecha y otras holgada, definitivamente incómoda, irreconocible, hasta que él se anima y manda el rollo de fotos a revelar. Al día siguiente el empleado del laboratorio lo recibe mostrándole el rollo extendido, una cinta traslúcida, igual de inútil de una punta a la otra.
Esa noche en la cama él llora, se duerme en brazos de ella. Después ella se separa con suavidad, gira, enfrenta sus fotos en los portarretratos de la mesa de luz, busca el interruptor de la lámpara pero no apaga, absorta más que en la contemplación de las fotos por su presencia misma, túneles de luz en el tiempo, su pulgar se curva, rodea, recorre distraídamente el interruptor, tarda en decidirse a detonar la oscuridad sobre sus cabezas.

EL RELATOR AMENAZADO




El cigarrillo tembloroso del relator amenazado no terminaba de acertarle a la llama. Cabrera es el hombre mejor dotado del campo de juego, decía el comentarista, sosteniendo el fósforo encendido a la derecha del relator. De gran sensibilidad, especialmente en el empeine de su pie izquierdo, y que se mueve por todo el frente de ataque. Y está complicando, enfatizó, mientras revoleaba el cabo caliente de fósforo, a la defensa local.
El relator amenazado lo miraba afinando los ojos, sin disimular su desconfianza, dejando que el fuego atravesara sus papeles con un ojo negro. El comentarista era ventrílocuo, lo que le hubiera permitido emitir la amenaza sin inconvenientes. Era su primer y principal sospechoso. Desde siempre lo había perturbado esa habilidad o trastorno del otro, se le mezclaban las fantasías acerca del cuerpo y sus deformaciones con el miedo a lo sobrenatural, la locura o el abismo al que alguna vez se había asomado de la mano de un médium, el mundo de los fantasmas.
El comentarista era un personaje repulsivo, de ojos gomosos, bigote fino y manos entrelazadas sobre el abdomen, que aparentaba estar en silencio cuando el relator recibió la primera amenaza. Promedia la primera mitad, decía el relator, el juego sin ser vistoso es emotivo y los bravos de Atlanta y Platense se prodigan sin reservas, cuando en sus auriculares se coló una voz. Cuando termine el partido, dijo la voz, me ois, hubo un silencio, te mato. El relator se petrificó, mudo, tensos los músculos del cuello, el cigarrillo que estaba fumando se partió entre sus dedos y simultáneamente la defensa local se detuvo como un reloj, parecía haber una relación entre su silencio y la inmovilidad de esos jugadores, congelados ante los amagues del hábil Cabrera que aprovechó para tirar un centro a la cabeza del nueve, y cuando la pelota cruzaba la línea, el arquero, zambulléndose, evitó el gol.
Reforzando el sentido insólito de esta secuencia, hubo un movimiento simétrico: el impulso del arquero le devolvió la voz al relator, que pareció despertar con la palabra Carnevali en los labios, salva su valla, gritaba, con una atajada de otro mundo.
Quiso encender un cigarrillo, aprovechó el aire que le daba la intervención del comentarista para respirar profundamente, relajarse, medir el ambiente de la cabina. Detrás suyo, el operador y un auxiliar jugaban al truco con aparente desdén. Giró rápido a la izquierda, sólo una pared mal rebocada, sombras. Más allá de esa pared los otros relatores, sus dudas se extendieron sobre la competencia como un balde de pintura negra derramado sobre un traje de novia. Los deseos de hundirlo, ahora que la audiencia lo había elegido como su favorito, podían justificar cualquier acción. La amenaza era otra manera de interferir, como esos baches de silencio o músicas extrañas o ruidos que a veces se colaban en su frecuencia. No olvidaba que estas luchas a veces se habían dirimido con una carga explosiva en la base de la antena trasmisora y otras, directamente, con la eliminación física de los interesados.
Empezaba a invadirlo el miedo, y para ahuyentarlo y porque la amenaza no se repetía, se impuso creer que no habría otra, es más, que ésta no había existido, que eran ideas suyas o una confusión. En voz bien alta dijo, ante el micrófono abierto, si alguien había oído algo raro. Los técnicos le clavaron sus miradas incrédulas en la nuca y el locutor comercial, sentado a la derecha del comentarista, contra la otra pared, juntó los dedos en signo de pregunta, después señaló la cancha abajo y abofeteó el aire. Era un tipo malhumorado, amargo, un nuevo sospechoso. El orden jerárquico establecido en las transmisiones justificaba esa posibilidad. Mientras que el nombre del relator llevaba fondo de trompetas y antecedía a todos, el locutor comercial apenas era anunciado, como un buen amigo que pasara por ahí a la hora de la transmisión. El relator era la figura, el nervio, la poesía y la prosa. El locutor comercial se limitaba a poner su voz al servicio de eslogans gastados, siempre iguales, y como el cajero del banco, no por contar más billetes ganaba más. El relator amenazado miró las manos del locutor que ordenaban los avisos. Sería posible? De qué manera habría podido emitir la amenaza? Usaba bifocales. Le supuso un cómplice, seguramente una mujer, echando leña al fuego de su frustración hasta convencerlo de la necesidad de un acto de justicia, prometiéndole ayuda mientras cubría con caricias sus canas. Una escena más bien clásica. Recién ahí se dió cuenta de que ignoraba el género de la voz amenazadora.
La segunda amenaza no le permitió averigüarlo. Era una grabación. Cuatro o cinco segundos de llanto. El llanto de su padre muerto. El mismo sonido tristísimo y alargado, agudo, como de lobo, que le daba profundidad al silencio del fondo. Imitado, aparentemente, con exactitud. El comentarista anotaba algo en su cuaderno. Quién aseguraba que no estuviera dando un discurso con las tripas o lo que usara para hablar. Lo había visto hacerlo en las fiestas de fin de temporada de la emisora. Dominando la desolación de una mesa cubierta de manchas, sin abrir la boca, las manos siempre unidas sobre el abdomen, accedía a burlarse de los jefes. Sólo era perceptible un frunce en los labios, más finos, y la dilatación de las pupilas.
Ahora, desde su asiento, no alcanzaba a verle la cara, pero la naturaleza del mensaje casi lo descartaba como sospechoso. También al locutor comercial, que leía una tanda ajeno a todo. El llanto de su padre. El mismo lo había oído apenas dos veces, una muerte, el miedo a la muerte. Empezó a sentir un miedo más profundo, inhumano.
La tercera amenaza la recibió en la cornisa del primer tiempo. El partido se jugaba en el mediocampo, una sucesión de errores y torpezas olvidables, y era en esos momentos cuando él le daba más brillo a su relato. Vestía con traje de luces los hechos más intrascendentes, de la galera de su oficio sacaba colores, personajes, sentimientos, transformaba el estadio en un mundo mágico. Muchos preferían oirlo a él antes que ir a la cancha, y los que iban llevaban la radio portátil pegada a la oreja, para ver mejor, y para poder interpretar el papel que les fuera asignando durante su relato.
Este estilo era materia discutible entre los colegas. Algunos lo criticaban por inexacto, sensacionalista y, técnicamente, por su escaso caudal de voz. Otros, porque relacionaba al futbol con otras disciplinas, tanto deportivas como científicas o artísticas. Según éstos, había que ajustarse a lo estrictamente futbolístico. Pero cuáles eran los límites? Qué era lo futbolístico en sí? Otros, al contrario, le reprochaban superficialidad. Tiene que estudiar más de lo que habla, decían, informarse. Y que no sabía gritar los goles, que limitaba los espacios del comentarista, que se la había creído. No le ahorraban críticas.
La tercera amenaza introdujo un elemento nuevo, distinto, y si bien al principio alivió al relator, conmocionado por el eco del llanto de su padre, lo que vino después fue más grave. Una voz de hombre le dijo que si perdía Atlanta iban a matarlo. Inmediatamente el referí expulsó a dos jugadores por manotearse, el cuatro de Platense y el diez de Atlanta, Alfredo Torres, carta de triunfo de su equipo. Sin él, Atlanta no podría ganar. Había terminado el primer tiempo. Alguien abrió la ventana de la cabina y el relator oyó los gritos de los plateístas. Vendido a los funebreros, gritó uno. Sorete de luto, el otro. Qué te hacés el guapo Alfredo, si sos un muerto. El relator también se llamaba Alfredo. No tenés sangre. Sangre, gritaban, sangre.
Normalmente, el esfuerzo llevaba al relator a un estado de tensión tal que había que ayudarlo a enderezar sus dedos para extraerle el micrófono de las manos. Tampoco podía descruzar las piernas, agarrotadas. Penosamente ganó el pasillo que encadenaba la hilera de cabinas. Sintió la sombra de una figura humana en la otra punta. Encendió un cigarrillo con náuseas. Se acodó en la baranda. Diez metros más abajo, el vacío de la calle Humboldt lo llamaba.
Pasó esos quince minutos queriendo tranquilizarse, pensando en posibles sospechosos y sus motivos. Volvió a su silla arrastrando los pies como un herido de guerra. Examinó sus auriculares, se los puso con cuidado y una voz de ultratumba, que parecía haber estado esperándolo, dijo Fafe, silencio, un silbo como de asmático, Fafe, que era como lo llamaba su madre de chico, me ois, gana Atlanta o te mato. Fue el tiro de gracia a sus nervios. Se vió bajo el dominio de un ente monstruoso, para el cual, comparado con todo ésto, el crimen resultaría algo fácil, apenas poner la firma al pie de su obra. Gira la tierra, gira la pelota sobre su eje dijo, como siempre, pero con una voz casi inaudible que hizo que todos se dieran vuelta para mirarlo, Atlanta uno Platense cero agregó.
En otras circunstancias habría dicho que Platense hundió su puñal marrón y blanco en la carne bohemia a los doce minutos del segundo tiempo, que Atlanta, sin su bastonero, había arriado la enseña del futbol y se atrincheraba en su área chica hasta aquel rebote que el seis calamar empalmó en la medialuna. Pero el relato de este gol fue una letanía, un réquiem ahogado.
Durante los veinte minutos siguientes el pozo de su desesperación se fue ahondando. Las amenazas se repitieron hasta establecer un diálogo con su relato. Entonces la hinchada de Atlanta asaltó un puesto de panchos, lo destruyó y arrojó por partes contra la de Platense. Botellas, cajones, latas. Una lluvia de cascotes. La policía montada embistió y uno de sus hombres fue abatido, su caballo abierto con puntas de vidrio, sus compañeros le prepararon un salvataje de gases y balas de goma. La gente no retrocedía.
El relator amenazado, argumentando la necesidad de suspender el partido, decidió, ante el asombro de sus compañeros, bajar al cesped. Cruzó los pasillos con su walkie talkie, que lo hacía sonar como desde las catacumbas, describiendo los lugares por los que pasaba con entusiasmo, algo de su magia recuperada para la narración y una lejana esperanza en el horizonte. Ya en el césped, se instaló en el círculo central, entre los jugadores y el referí, difundiendo su idea de que el partido debía suspenderse, que ése no era, decía, el marco apropiado para la práctica de este deporte, que era imposible dirimir un descenso, nada menos, en tales condiciones. Hay violación del espacio aéreo del campo de juego. Esa frase se apoderó de él. La repetía con diferentes matices, no la consideraba ni siquiera discutible. La violación del espacio aéreo del campo de juego era una verdad, un hecho, como el nacimiento o la muerte, algo ante lo que no se podía elegir. Había violación del espacio aéreo del campo de juego.
Pronto se calmaron la policía y las hinchadas, el aire despejó las nubes de gas lacrimógeno y sólo quedó el relator rodeado del referí y los jugadores, que sin acercarse demasiado trataban de convencerlo de que podían seguir.
El pitazo final condena a los bohemios, los hunde, los liquida, decía más tarde el comentarista, a cargo de la transmisión. El locutor, desorbitado, hacía rato que se limitaba a repetir Atlanta uno Platense cero, como un loco, y así lo consideraron sus compañeros, a los que les explicaba, en un momento, que el resultado era ése, después, que nunca había dicho algo así, o pidiéndoles cambiar de tema.
Barrió la mesa con el brazo, volcando sus cosas en un maletín de cuero negro, regalo de su club de admiradores, y salió sin despedirse. Allá abajo, en la calle, la multitud se amontonaba agresiva. Alguien lo agarró de una mano y casi cae al vacío. Era un viejo con las solapas del saco levantadas. Una cara huesuda, la piel fina, violácea, el cráneo liso y en punta hacia la nuca. Rossini dijo el relator amenazado. Rossini, su maestro, el farol del dial, como se lo promocionaba cuando el relator era un pibe. El que le había enseñado todo. Hacía siglos que no lo veía. Lo primero que se le ocurrió fue disculparse por estar relatando un partido por el descenso. Anduvieron hasta encontrar un cuarto vacío, un depósito de escobillones, baldes, rejas abandonadas y ladrillos. Se sentaron en un banco de madera sin respaldo. Una bombita colgaba del techo.
Maestro dijo el relator amenazado, abandonándose a la estupidez y a la culpa. La peor transmisión de mi vida. Rossini tenía un agujero en la garganta. En la mano derecha, un aparato del tamaño de una afeitadora. Lo acercó al agujero. Sus labios se movieron en el vacío, la voz salió del aparato. Ya sé dijo.
Sabiendo lo de la operación, el relator no había podido ir a verlo. Ni llamado por teléfono. Cómo se hablaba por teléfono con alguien así? Si esa mañana le hubieran preguntado por Rossini, no habría podido decir si estaba vivo o muerto. Ahora lo miraba incrédulo, con lágrimas en los ojos. No podía preguntarle por su esposa, muerta, ni por su casa, vendida, ni por el trabajo. Tampoco soportaba ese silencio. Y los chicos? dijo, se acuerda cuando los llevó a ver un clásico? Cómo andan sus nietos?
Clásico soy yo dijo Rossini, su voz que había sido hermosa tragada por el aparato y escupida metálica, sin matices. Ahi andan. Son músicos, dicen. Tosió. La pieza de ellos y la mía están pegadas. Entre el ruido y el humo. Un infierno. Tienen un estudio de grabación, ocho canales. A los veinte años saben más de sonido que nosotros después de toda una vida. El relator agradeció la complicidad. Se aprende dijo, mientras se desabrochaba los botones del saco. Lo abrió. Del interior del saco colgaban dos minigrabadores, un walkman, micrófonos, una tira de cassettes, un par de auriculares y muchos cables que iban de un aparato al otro, que lo abrazaban y le cruzaban el pecho. Digital dijo, señalando un minúsculo procesador de sonidos. Y esperó, con una sonrisa en los labios, la mirada intrigada del relator.
Habló del juego. Había un garito, en su barrio. Una casa edificada en los fondos de otra, antigua, tres piezas angostas en las que la gente se codeaba entre el humo, los gritos y las promesas incumplidas. Quiniela, burros, fútbol, cartas, dados. Ese era su refugio. Llegaba después del almuerzo, cuando el sillón de tapizado rojo con apoyabrazos todavía estaba libre. No se iba hasta la madrugada, hasta estar seguro de que sus nietos habían dejado de ensayar. Un vaso de vermú vitalicio entre las manos, exponiéndose a la compasión de los pocos que lo reconocían. No jugaba nunca. Sólo pensaba, mirando a la gente perder con insistencia, con ganas. Pensaba en los perdedores y los ganadores, en que para perder de esa manera les debía sobrar mucho. Era un lujo que él no podía darse. Y no hablo de plata dijo.
La mirada del relator amenazado iba de los ojos de Rossini a su cuello. Contrariamente a lo que había imaginado, no le costaba expresarse, no tartamudeaba ni se enredaba con las palabras.
Hay una radio dijo Rossini, allá. Pasan tangos, Riverito. Si hay partidos, te ponen para saber como salieron, siempre. Hoy para ellos debe haber ganado Atlanta. Miró su reloj pulsera. Ya deben haber pagado.
El relator ya no podía despegar la vista de ese agujero. Entre el sonido de las palabras y el movimiento de los labios de Rossini había un abismo en el que se hundía cada vez más profundamente.
Mis nietos dijo, dicen que vengo con micrófono incorporado. El relator alcanzó a sonreir y cerró los ojos esperando que Rossini guardara el aparatito en el mismo bolsillo del que saldría por ejemplo una veintidos, algo muy liviano que le permitiera, con un preciso disparo, poner justicia en el juego.

EL MUNDIAL






Las primeras emisiones no las vio casi nadie. Iban sin aviso, diferidas, entre «Trueques» y «La historia de los metales», o después de «Ultima voluntad», esa serie de lecturas de testamentos que hace unos años causó sensación pero ya conocemos de memoria. Más tarde, a medida que nuestro equipo avanzaba, el público se fue acercando a las pantallas, como esa propaganda en la que una mano y después otra y otra y al final cientos de manos se acercan a un fruto que está por caer. Rojo y dulzón, el triunfo llegó a estar a centímetros de nuestros labios.
Además, por esa época había empezado a pronunciarse el Cónclave de Presidentes, que se reúne cada cinco años para revisar nuestras leyes. Quién iba a imaginar que el Mundial superaría la expectativa que provoca siempre el Cónclave. Así fue, aunque después lo desmintieran las cifras de visión, computando horas visionadas totales, no pulsos, ni la diferencia entre el fin del Mundial y la fastuosa, consoladora lectura de los nuevos pasajes ­escritos.
Pero el Mundial nunca habría resaltado en nuestras pantallas sin la memorable actuación de Dan Q. Siro. Una muesca en el olvido, Dan Q. El cuerpo magro, trabajado en armonía con su personalidad. Era de contextura mediana, boca insignificante, nariz recta y ojos grises en los que naufragaba la imagen de su interlocutor. Chueco, este detalle, que aunque siempre había estado ahí todos descubrimos en un mismo instante mágico, como si un reflector hubiese remachado sus pies de amarillo, dio para hablar más que su edad incalculable, su falta de familia, su soledad.
Dan Q. se nos reveló una de esas noches calurosas en las que pareciera que sobra la piel. En el visiobar la gente apoyaba una mejilla sobre las pantallas con desconsuelo. Está prohibido dormir en los visiobares. Pero en noches como esa uno no duda en dormirse si puede, a riesgo de que lo echen, y aún así sale satisfecho como si hubiera quebrado por unos segundos la ley de gravedad.
Esa noche, después de una señal visiosonora turbia, apareció Dan Q. Siro, todavía un poco granulado y anónimo. Vestía babuchas y camisola blancas. Yacía sobre una colchoneta. En el recuadro superior, detalle de Dan Q. con la vista fija al frente, un par de ojeras bien marcadas, labios entreabiertos. Cada tanto liberaba un suspiro sin mover un músculo. A su alrededor, amenazantes, daban vueltas tres hombres de rosa refregándose las manos. Sus pasos sonaban como salpicaduras de ácido sobre una lámina de silencio. El cronómetro marcaba 2:17:231. Debajo, 21:42:769. Tiempo transcurrido y tiempo faltante. Los milisegundos corrían sin cesar en sentido contrario, se trababan en el triple cero y volvían a repelerse. Recién vimos a Dan Q. pestañear en 2:25. En 2:48 bostezó. Quince minutos más tarde uno de los hombres de rosa se le paró enfrente, brazos en jarra, golpes de pie rítmicos. La cara de Dan Q. era infantil pero con ojos risueños de anciano. La cabeza del otro era el doble de grande. A medida que pasaban los segundos su trompa de animal desconfiado se iba estirando, se encorvaba su espalda, sus dedos retorcían el aire. De su pecho surgió un aullido ensordecedor. Finalmente levantó a Dan Q. del cuello y le empezó a dar cachetadas con la palma y el revés. Los otros dos lo abrazaron. Retirados a un rincón, sin mirarse, parecieron discutir o por lo menos cambiar opiniones. En el recuadro, la cara de Dan Q. imperturbable, un centelleo, apenas, en sus ojos, y el público, que retenía la respiración, pudo soltar el aire y se desató una ola de pedidos de bebidas, cabezas levantadas, diálogos. Transcurría un nuevo Mundial. Quién era éste Dan Q., del que hablaba con entusiasmo el locutor. Vino la memoria de otras épocas, anécdotas, comparaciones en las que el presente perdía, y sin embargo dos horas más tarde, rendidos ante la vigilia de Dan Q., nos pegábamos a la pantalla con la sensación de que nuestra suerte dependía de él.
A la mañana siguiente los que no lo habían visto se enteraban de la existencia de Dan Q. Siro, de la lucha que en ese mismo instante seguiría llevando a cabo si, como esperábamos, había logrado resistir. A la hora del almuerzo invadimos los visiobares. El cuadro era casi idéntico al de la noche. Dan Q. buscaba con la mirada un sol imaginario, las manos bajo la nuca. Lo único que apuntaba el paso del tiempo era el manchón gris de su barba entre los pómulos y el cuello. Los tres tipos que lo acosaban eran otros, vestidos de bordó. Después se hablaría mucho del trabajo de nuestros vestuaristas, todo el cuadro era tan definido y exasperante a la vez, pero eso era secundario, igual que la expresión torpemente cínica del gigantón que lo arrullaba, o el detalle del dedo que oprime el percutor de la perforadora en el momento en que parece que las pestañas de Dan Q. van a claudicar y abrazarse. Lo esencial era el leve estremecimiento en la piel de las ojeras de Dan Q., que se adivinaba suave como ala de mariposa, su sonrisa de beato ante la comprobación de que seguía despierto, la naturalidad con que enfrentaba las cámaras. Incluso el detalle de la barba creciente. Esa noche, al terminar la presentación, entre abrazos de sus compañeros de equipo, cuando el locutor le preguntó con una gran sonrisa portátil sus planes para el futuro, Dan Q., sonriendo tímidamente, mientras dejaba escapar un bostezo por la nariz, se masajeó la mejilla y dijo quisiera afeitarme.
Pero antes habíamos vuelto al trabajo y vuelto a salir y entrar a visiobares en los que el espacio escaseaba y el calor y el sueño, Dan Q. daba dos o tres pasos entre los acosadores que por un instante lograban marearlo, sus articulaciones chirriaban, iban a vencerse a orillas de la hazaña, apoyaba las palmas sobre sus muslos, volvía a pararse, abría los brazos, respiraba hondo y nosotros respirábamos a la par de Dan Q., sonreíamos, sentíamos también el peso del sueño en las sienes. De golpe la sombra de una mano eclipsaba la cara de Dan Q. y éste caía y quedaba en cuatro patas frotándose la mejilla contra el piso, como un gato viejo.
Toda esa semana volvimos a ver la imagen de Dan Q. en el instante en que había dicho quisiera afeitarme. Hasta los Presidentes tuvieron tiempo y disposición para enviar su saludo. No hubiera estado bien que ellos elogiaran el trabajo de uno solo de los integrantes del equipo. Pero a su modo reconocían el valor de Dan Q. El mensaje era un viejo axioma: «La sangre de uno: El agua de todos». Ya fuese una predicción, ya una muestra de que controlaban al equipo en forma directa, ya una orden, la relación entre el mensaje y la próxima fase de competencia resultaría evidente.
Que tuvo lugar cuatro días más tarde.
Otra vez Dan Q. en el corazón de la pantalla. Camisa ceñida blanca, bermudas blancas, suecos blancos de teflón. Una venda de gasa blanca alrededor de la frente. Sentado, a su izquierda una mesa cuadrada con material médico, fondo infinito. Entran dos hombres y tres mujeres, todos de blanco. A cada lado de Dan Q. se ubica una pareja. Cada hombre toma una jeringa de 30 ml. y una aguja de titanio encapsulada. Las mujeres que los acompañan preparan otra idéntica. La tercera, a espaldas de Dan Q., abre una libreta negra. En el recuadro superior se ve la página, cinco nombres escritos, los dedos finos de la mujer sosteniéndola, y al fondo, borrosa, la cabeza gris de Dan Q. fajada de blanco.
Suena el gong de los presagios. Arrancan las mangas de la camisa de Dan Q. Le atan una a cada brazo con fuerza. Los dos hombres empiezan a clavarle las jeringas. Cuando la sangre de Dan Q. las colma se la cambian por una vacía a la mujer que los acompaña. Estas fogoneras vuelcan el líquido en un recipiente traslúcido sin derramar ni una gota y preparan la próxima. Dan Q. recita, por orden alfabético, los nombres de la libreta. Aap Sr., Alu, Am M., Ara H. Etr, Ax, y en qué zona de la ciudad viven. Hay cinco nombres por cada letra. Vemos el dedo de la mujer que pasa la página y la oímos preguntar <>. Dan Q. contesta. En voz muy baja el locutor añade que los 135 nombres y direcciones deben ser dichos antes que pasen quince minutos, que es el lapso para extraerle hasta tres litros de sangre. Los de las jeringas trabajan como pistones. A veces uno pierde la vena y se atrasa una jeringa o dos, su ayudanta golpea el brazo de Dan Q. y la sangre reaparece, hay suspiros, comentarios entre dientes, nuestras cabezas se inclinan un grado más sobre la pantalla. Cada vez que pasa una página la mujer pregunta y Dan se apura a responder como si lo desangrara esa voz apremiante y no las jeringas. En la N enmudece, pasan quince, veinte, veinticinco segundos en que sólo se oye el “quién más estaba” exasperado, uno de los hombres lo mira y por distraído pierde el émbolo de su jeringa, la sangre se vuelca sobre el brazo y la camisa blanca de Dan Q. Nery, dice éste, desentumeciéndose las piernas, Nic Dos, y sigue. De ahí hasta el Zenour Z. que vive en la zona de edificación residual A6 todo marcha sobre ruedas, con la voz débil y a la vez diáfana de Dan Q. anticipándose al aguijoneo de la mujer que en cuanto cae el último nombre posa una mano de madre sobre su cabeza gris y le alborota el pelo.
Con la misma rapidez que transcurrió todo, y que más tarde nos hará recapitular mentalmente mil veces tratando de entender, a través de un detalle u otro, qué es lo que vimos, Dan Q. es transportado a una camilla y los demás lo despiden emocionados y después se abrazan.
Las primeras imágenes chillonas de la emisión siguiente nos despertaron de ese sueño. Nos mirábamos boquiabiertos, mudos, el ceño fruncido, alguien musitaba “toda esa sangre” con voz ronca, otro “yo conocí a un Siri Sbiche, pero vivía en provincias”. Todo parecía flotar. El recuerdo de lo que acabábamos de ver, volviendo en reflujos, y nosotros mismos, nuestras frases cortadas, nuestros brazos, espaldas, pechos, pies.
Estábamos en las finales. Las imágenes del Mundial se multiplicaron. Especialmente las de Dan Q. Una transfusión de cámaras a la intimidad de Dan Q. nos mostró sus primeros pasos al otro día, su mano temblorosa al afeitarse, y la piel pálida, reseca y simbólica de sus mejillas dejándose ver otra vez. Esas afeitadas se convirtieron en un ritual. Los fanáticos le copiaron el sistema de cuchillas con filo y espuma jabonosa. Por qué no usaba un práctico espilador? No sé, contestaba Dan Q., encogiéndose de hombros. Cómo lo había aprendido? Dónde? La misma respuesta. Con esa sonrisa que nadie hubiera considerado una burla, salvo hacia él mismo. Le preguntaban por su manera de agarrar el tenedor, como un ramo de flores. Si era zurdo, si había usado zapatos ortopédicos, si desde chico soñaba con destacarse en un Mundial. Le preguntaban por sus padres. No sé. No me acuerdo, agregaba, a veces, después de un silencio.
Frente a su casa, un humilde unitecho de la zona central TH1, hacían guardia la prensa, la seguridad y el público, que pasaba sus mensajes por debajo de la puerta. Los vecinos negaban que el héroe del Mundial viviese ahí, decían no reconocerlo. Un atardecer, un hombre con una valija metálica atravesó el cordón, calzó su tarjeta en la cerradura y antes que los que lo veían pudieran reaccionar desapareció adentro de la casa. Pronto los prensas recibieron el llamado de sus jefes. En las pantallas se estaba viendo el interior de la casa de Dan Q., su cocina oxidada, sus paredes blancas y verdes, su baño apenas sucio.
Cuando le preguntaron por qué le había dado su tarjeta a ese prensa, Dan Q. respondió que el otro se la había pedido. Qué tenía miedo de haberle dado la de alimentación, porque las confundía. Un cerrajero confirmó que había tenido que extraer varias veces otras tarjetas de esa cerradura, pero no quiso creer que aquel cliente fuera Dan Q.
Los dos días que faltaban para la final pasaron lentamente, el reloj siempre un paso atrás, y la noche antes en el visiobar hubo repeticiones de antiguos mundiales, apuestas en voz baja, cátedra de estrategia, la convicción de que nuestro espíritu de equipo y el genio de Dan Q. alcanzaban para vencer, mientras en la calle el calor iba cocinando uno de esos temporales que justifican una casa en la zona cubierta. Nos fuimos caminando bien erguidos bajo el granizo, gustosos del zamarreo del viento, insensibles a la corriente de color pardo en la que desaparecían nuestros pies. Despertamos insignificantes y sin poder tragar una píldora, la mañana era gris, todavía ventosa, la tarde el mundo un ovillo sin punta, a la salida del trabajo hubo que apurarse porque todos los visiobares estaban completos. Nos asomábamos y escaleras abajo se veía la larga mesa de pantallas como un gusano con patas de cuerpos colgantes. La desesperación nos llevó a alejarnos de las zonas conocidas hasta perder, como en un sueño, la noción de si era de día o de noche, sólo el paraguas, el silbido en el pecho y al fin el liso cristal de una pantalla entibiándose bajo nuestra frente.
Promediaba la presentación de los Litópadas, los que más mundiales ganaron y que llevan la victoria en la sangre. Eran cinco hombres de contexturas variadas, con mallas elásticas negras que les cubrían desde la punta de los pies hasta la mitad de los muslos, y desde la cintura hasta la cabeza, incluyendo las caras, con tres agujeros para los ojos y la boca. Se golpeaban entre sí brutalmente, con saña, y los gritos del dolor se mezclaban con los de la fuerza y el colchón de la carne y las caídas. Aunque al principio nos parecía apenas violento, con un gran dominio de los más variados golpes y buena asimilación, nada más, con el paso de los minutos dejaba ver otras cosas. Siempre se enfrentaban lealmente uno contra uno, y nunca había ninguno inactivo. Habían eliminado el recuadro detalle en pantalla, lo que resaltaba la plasticidad del conjunto, todavía más valiosa conociendo el estilo de los Litópadas, su desprecio por la técnica, por el orden. Y en el medio la franja de carne pálida al aire, los sexos bobos, como un ritmo que de a poco aumenta su intensidad y volumen, nos fueron transportando de lo físico a lo trascendente, de lo bestial a lo etéreo, de los orígenes de la vida a los de la muerte hasta que no quisimos oir más.
Al fin los cinco Litópadas, separándose, alzaron los brazos, puños cerrados, y estallaron en gritos de júbilo. Hasta su festejo era impresionante, y el nombre de Dan Q. se puso a circular como un conjuro. Qué sentido le permite a uno darse cuenta, nos preguntábamos, de que algo está bien. Aturdidos por los golpes y el cansancio, no tienen ninguna duda de haber llegado al fondo, y los imaginábamos vacíos, libres de reproches, de miedo, incapaces de traicionarse.
El locutor presentó a los Suendos. Su campo era la tecnología. En el tamiz de sus laboratorios quedaban las diferencias físicas, les regulaban los latidos, la respiración, las secreciones. Incluso se decía que planeaban una futura abolición del elemento humano. Habían llegado lejos en el uso de imágenes, pero después el Comité juzgó que por ese camino la competencia se iba a transformar en pura visión, como tantas otras cosas, y tuvieron que volver atrás. Sin embargo estas innovaciones impulsaron a los demás equipos a preocuparse por el vestuario, el orden espacial, la creación de grandes máquinas o minúsculos accesorios, incorporaron las sátiras, el tratamiento de temas históricos, médicos, sociales, el estudio minucioso de sus propias actuaciones. Había que reconocer que el Mundial se había enriquecido gracias a ellos.
Lo de los Suendos fue breve, un poco demostrativo. En una pirámide hermética de cristal un hombre respira hasta agotar el aire. El anhídrido carbónico eliminado se tiñe de azul tornasol. Una nube de vapor azul lo va envolviendo hasta ocultarnos su rostro impasible. El hombre baja, se sienta en el centro de la base de la pirámide, es un bulto apenas más sombrío que el aire cada vez más espeso. Suponemos que se desvanece porque cae. En un segundo los ayudantes hacen un pequeño agujero de cuatro centímetros de diámetro en una de las paredes de la pirámide y conectan la manguera de un extractor. Cuando lo azul desaparece vemos que el hombre tampoco está.
(Si nos hubieran preguntado qué esperábamos de los Suendos, habríamos pedido algo así. Impactante y perdedor. Magnífico, pero inadecuado para una final. Al levantar la vista de la pantalla, la mirada de enfrente, satisfecha, nos confirmaba esa sensación y otra: el regocijo de imaginarlos más tarde preguntándose por qué no habían ganado. Y lo harían sin énfasis, hasta con verguenza, espanto, de no entender.) Una ola de bebidas bañó las mesas, el paso en falso de los Suendos retemplaba nuestro ánimo, un motor a fuerza de escalofríos, de gritos cortos, mandíbulas apretadas, golpes de taco contra el suelo.
El volumen de las voces que regalaban augurios fue creciendo, se coronó de aplausos cuando apareció Dan Q. en las pantallas. Después, el silencio con su mano miedosa, cada tanto una tos, un murmullo, nada.
Había dos plataformas de unos veinte metros de alto, fuertemente construídas en hierro, a setenta metros de distancia entre sí. Las unía un puente angosto de hierro que bajaba y volvía a subir, formando una M achatada y ancha. El punto más bajo de ese puente, equidistante de ambas torres, se sumergía en el agua de un estanque.
Dan Q. estaba arriba de una de las plataformas, de pie dentro de un anillo de aluminio de dos metros de diámetro y medio de ancho. Brazos extendidos, piernas abiertas, las manos fijas a unas argollas. Tenía puesta una malla celeste de nadador. Las costillas le sobresalían como pecheras de una armadura. Sonreía con placidez, como si él estuviese viéndonos a nosotros y preguntándose qué nos pasaría. Lo poco que habría podido mover, pelvis, pies, cabeza, estaba quieto.
De pronto la gran rueda con Dan Q. adentro se largó a andar. Dió cinco vueltas completas, pasó a través del agua y subió toda la pendiente gracias a la inercia y a que Dan Q. la impulsaba con una especie de pedaleo.
Se detuvo un instante y volvió a bajar. La rueda calzaba justo en el ancho del puente, cuyos bordes, más altos, le impedían zafarse. El ángulo que formaban la subida y la bajada al juntarse en el agua debía estar redondeado. Dan Q. había recorrido todo el trayecto dos veces cuando en la superficie del estanque se vió el inequívoco triángulo pardo que delata al tiburón. Se levantó un remolino de murmullos. Ahora nos costaba seguir el recuadro en el que Dan Q., sin demostrar coraje ni miedo, bajaba abstraído, subía pataleando, cerraba la boca y abría los alertas ojos grises antes del estanque. La posibilidad del tiburón nos atraía a pesar nuestro, girábamos con él alrededor del vértice del puente esperando sus ataques. Una cámara cenital nos mareó en la intersección de los círculos que describía la bestia y las vueltas del anillo que contenía a Dan Q.
Pronto los círculos del tiburón se fueron achicando. A medida que se acercaba al puente imáginabamos la pena de su cuerpo para doblar. Cuando finalmente se lanzó al ataque, Dan Q. se alejaba en subida. Atacó otras dos veces. Dejamos escapar un largo suspiro, una U elástica, casi un bostezo. Habíamos soñado a Dan Q. y el choque de los dientes del tiburón contra el hierro nos devolvía a la realidad.
Se le escapó un vómito color mostaza que parecía una carta de la derrota y quedó flotando. El animal hizo un par de metros hacia él sin dejarse distraer.
Durante ese segundo que Dan Q. estuvo inmóvil arriba nos conmovió su imagen serena, los pelos de alga pegada a la piedra de la cabeza, las pestañas brillantes, los huesos de la frente, pómulos, sienes y la mandíbula que asomaban tensionando la piel, como si el viento hubiera erosionado su rostro en las bajadas. Fue un segundo largo. Abarcó nuestra alarma, el gesto insólito de Dan Q., ese destello de plata en sus ojos y la escupida desafiante al vacío. Por último, una avalancha de gritos que atronó el visiobar y empujó la rueda de Dan Q. para que bajara con más fuerza que nunca. A través de la estela que levantaba su paso por el agua vimos la punta gris del tiburón en alto, lanzada hacia adelante, volviendo a hundirse y una veta roja sobre la lámina de aluminio. Ahora giraba pesadamente. La mordida le había afectado todos los dedos del pie derecho y deformado la rueda, que tendía a frenarse. Oí golpes de rabia contra la mesa. Algunas siluetas se levantaron y abandonaron el visiobar. Sin embargo Dan Q. todavía trabajaba con el talón. Mantuvo el impulso, la sonrisa plácida, el gesto concentrado, y hasta llegó a ganar más envión en las subidas, alejándose del peligro del pozo de agua, mientras las chispas de sangre despedidas por la rueda llovían sobre la trompa del tiburón, y éste cebado, ciego, embestía contra Dan Q. sin acertarle.
Cuando el estúpido entusiasmo del locutor anunció nuestra descalificación y el triunfo de los Litópadas la rueda ya había sido frenada en una de las torres, Dan Q. viajaba con rumbo desconocido, y los que quedábamos en el visiobar nos refregábamos los ojos púrpura con el dorso de la mano, nos consolábamos haciendo un paquete con los recuerdos rotos. Hasta ahí cada uno había ido acumulando sensaciones, construído una especie de memoria futura, un álbum con imágenes de nuestro triunfo, de Dan Q., de los festejos y hasta de los detalles por los que lo evocaríamos años más tarde. Ahora había que devolver ese tesoro, retirarse con la cabeza gacha, arrastrar el cuerpo hasta el borde de la cama y olvidar.
Pocos días después los visiobares volvieron a llenarse. Se leía el mensaje de los Presidentes. Uno de los agregados decía así: <>. Fue inevitable pensar en Dan Q. Algunos aseguran que después del fin del Mundial fue adoptado por los Litópadas. Otros, que recorre las provincias haciendo lo único que sabe, ofrecer su cuchillo y su cuello, entretener al público, hacerlo soñar. Su casa siguió vacía, o mejor dicho llena de mensajes que la fueron convirtiendo en un santuario hasta que ya no se supo de qué.