a J. C. Martini Real
Si la yegua, barrosa, arañada por la cincha, amenaza detenerse, Guzman salta afilando una rama en el aire, siente a sus espaldas las caras de los alemanes alterados por la interrupción, el chillido de la sierra mal aceitada, un cruce en esa lengua indiferente con la mujer rubia que ha apoyado los baldes en el piso y sacude las manos, el alivio de los otros peones.
Desde que la rueda de la máquina del arroyo, que movía la sierra, apareció rota, irreparable, Guzman está encargado de la noria, de evitar que la yegua se pare, siguiéndola o delante suyo en el círculo que marcan sus pasos, las manos del animal y piedras de bosta, cada uno a un extremo del tirante de coihue, pesado, limpio de astillas. A un costado, la niña mayor dibuja grandes letras en el barro con sus botines hasta los tobillos.
La mañana se construye con paredes de vapor que el sol levanta entre las montañas. Todavía con frío de la noche, empieza a dar vueltas alrededor del eje de hierro y los engranajes. En la sierra esperan los alemanes, el marido de la mujer rubia y sus dos hermanos, revólver a la cintura, sombreros verdes de ala ancha con un tiento que les cruza la barba espesa y roja. Ordenan con gestos, sólo uno habla algo de español, agudo y vidrioso, que abandona antes de ser comprendido. En sus bocas los nombres de los peones, mestizos o araucanos, suenan como un palo entre los rayos de una rueda. A Guzman, con ofensiva inocencia, le dicen Gutmann.
La casa todavía no tiene paredes ni techo, apenas las vigas como tótems, tirantes que las unen entre sí, el suelo alisado y montones de cajas cubiertas con lonas. Al mediodía, Guzman se deja caer sobre un tronco, en rueda de compañeros. Comen carne asada, fibrosa, naves de sombra para desentenderse de la mandíbula que tironea y el gusto agrio. Adentro del esqueleto de la casa, impávidos, los alemanes cumplen su vida familiar.
Bajo la lluvia se trabaja frenéticamente, los alemanes creen reconocer el pulso del otoño y la posibilidad de no acabar a tiempo los ensordece. Giro tras giro, cada vez más rápido, Guzman recuerda. La casa de Puerto Montt, su escalera angosta y el ruido de la valija que cae rebotando, fiel a su dueño. Valdivia, el frío después del incendio del aserradero y él obligado a sostenerse la cintura para poder caminar, la fiebre pidiéndole un agujero adonde morir, encogido, aniñado en el pecho de la desgracia. De repente Osorno, lejos del aire de mar que le envenena los huesos, los alemanes los han contratado y las calles se dejan transitar alegremente, entre gloriosos convites de vino y valses de vitrola. Nombres, caras de compadres. Alguna mujer, gastando a cuenta del improbable futuro feliz.
Ya no se engaña. Sujeto a su órbita recorre mentalmente el bosque, ese aire oscuro y fragante, vuelve a ver pasar a la niña, recuesta el hacha al pie de una araucaria y la sigue, oculto entre las cañas la mira arrojar piedras al agua con violencia, luminosa. Ahora, cuando ella aparece guiando a sus hermanas hasta la noria para ver a la yegua, desoyendo los gritos de la mujer rubia, Guzman piensa en la rueda de la máquina, ya enmohecida, difusa en el fondo del arroyo, y la maldice. Trata de adivinar si en el idioma de sus ojos azules ella le responde. Una de las más pequeñas llora y se alejan con fastidio, ajenas a los avatares de la construcción, a Guzman que se derrumba antes que el sol desaparezca atrás de los árboles, sus rodillas se vencen y arrastran al resto del cuerpo. Cae de boca abierta sobre su sombra, oyendo la fricción de sus huesos gastados. La yegua, al detenerse, sopla por el hocico y mueve la cabeza de un lado a otro, como ciego sin música.
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