jueves, 4 de diciembre de 2008

EL ANTILOPE





Una música lo acompañaba desde que entró en la selva. Una música que Kiki no había oído nunca. De dónde la había sacado. No podía tararear, silbarla, ni sostener el ritmo con una vara contra el muslo. Cualquier palito de ébano, una rama robada a su huella en el suelo húmedo o una espina de palma. Doscientos metros después encontraba la rama quebrada en veinte partes entre sus dedos, como esas serpientes de plastico articuladas que vendía Jaquím. Cortaba una punta de enredadera del aire, aparecía hecha un resorte alrededor del índice. O su mano vacía, sin que se acordase de haberla tirado. Una música inasible. Justo a él, que castigaba los cajones con los ojos cerrados. Qué más rápido: las manos de Kiki o las piernas de las chicas puestas a aprender un paso. En el mercado, el corazón de la mañana bombea órdenes, se acelera. Kiki, otros dos de cáscaras, y uno de crestas al camión, grita Ismael. Kiki castiga la taza de la rueda del camión con los ojos cerrados y las piernas separadas, cabeza abajo. Kiki, chista el viejo Leo. Los dedos de Kiki asimilan la textura lata, van grabándola en su memoria. Kiki, le ruega. Alza la frente sin interrumpir el ritmo. A la altura de sus ojos ve un pantalón blanco y unos zapatos de cuero de cocodrilo impecables. Más arriba, el fulgor de una moneda de veinte. Kiki cabecea, replica con un redoble que hace saltar los tornillos, la taza cae y se bambolea entre sus pies. La moneda, la sangre, el sol, lo enceguecen. Salta cuando ve al dueño del camión acercarse, y se pierde serpenteando entre los puestos. Kiki, dice el viejo viéndolo irse.







Antes de entrar a lo de la Señora Ima el viejo Leo se aseguraba de estar sobrio. De mañana, la Señora Ima era despiadada con los borrachos. Cualquier cosa la ofendía. Un pie con barro sobre su tapete de yute, una sonrisa mal colocada, como esos cajones que hacen tambalear toda la carga, o la mezcla del vaho de la caña y la saliva ácida con los primeros rayos del sol. Aparecía en el marco de la puerta, que le quedaba chico, alzando su escoba. Flojo, flojo, les gritaba. Los corría por el patio polvoriento como a gallinas. Flojo, afuera de acá. Por qué les daba palos. Alguna vez el viejo se durmió, encogido en el piso, mientras le pegaba. Eso la puso furiosa. Su único límite era la calle, surcada de autos y camiones que iban al mercado. Desde más allá, sin aire, los borrachos se burlaban con sus gestos de marioneta.
Esa mañana el viejo Leo encontró a la Señora Ima arrodillada, de espaldas. Buen día, dijo, mostrando algunos dientes blancos y una piña madura. Se sentó con la cara entre las manos. Me duele la boca, dijo. La Señora Ima chistó sin darse vuelta, extendió un brazo. El viejo arrimó unas brasas a la cafetera con la punta de dos dedos, de un movimiento rápido. Sería octubre, llegaban las primeras piñas, y la carne de ésta era morada, jugosa. Dulce, exclamó el viejo estirando la u. Se escuchó un llanto. Qué es eso, dijo él. Pero no ve, dijo ella. Si no es nada, no, bueno, no es nada. Se paró, dio vueltas con el chico en brazos alrededor de la estera, los potes con barro, hojas, el rollo de trapo, los amuletos. Al costado de la última costilla del chico un agujero con bordes de sangre. De un animal se hubiera dicho que otro lo había mordido en una lucha. Miraba al viejo, sacudía la cabeza y lloraba.
Pronto el viejo se encontró de rodillas junto a la estera, rogándole que se terminase toda la piña él solo. Está blandita, está dulce, no es cierto? No lo haga atragantar, decía ella, sostenga ahí, ¿seguro que no está? Sobrio como el sol, dijo él. Que ya calentaba, entrando por las dos puertas, la del patio y la de la casa, desde más allá de la calle a esa hora todavía sin coches y el pastizal.
Con los últimos mordiscos a la piña, estuvo terminado el vendaje. Quedaba sólo la cáscara, roída por adentro, como un resorte vencido. El chico, que había comido casi sin ensuciarse, se desplazó con su faja blanca por la sala llena de minucias, adornos, talismanes, plumas, vainas, hojas, ramas, frascos marrones, verdes, arcillas. La señora Ima atrás, liberando cada objeto de su mano decidida y torpe. Y atrás suyo el viejo, sin atreverse a preguntar nada, siguiendo con la vista el contorno de sus piernas bajo la pollera de colores, anudada sobre la cintura, angosta en los tobillos.
En el mercado las moscas, algunos camiones y carros, los puesteros, los changarines, la mercadería, empezaban a moverse. El tuerto Tomás y Rai remataban un juego de cartas. Jaquim dormía al costado, en un charco. La señora Ima está muy enojada, furiosa, dijo el viejo. Jaquim se incorporó. Ese demonio, dijo, balbuceante, no pienso seguir perdonando. Escupió unos insultos y volvió a dormirse. La furia está en sus ojos, dijo el viejo. Rai lo miró como a una mala carta. Da miedo, dijo. Y qué quiere, dijo finalmente el tuerto Tomás girando todo el cuerpo hacia él, dónde estaba ayer a la tarde. Puso la cara de las cartas contra el cajón que hacía de mesa y le contó lo del chico.





Había un hombre, un camionero que bajaba cada semana desde el Galún con piñas, con bananas o mandioca, con maíz, con manga. Alguna vez había traído cerdos y juraba que nunca más iba a cargar animales. Ni siquiera ovejas, ni siquiera pollos en su jaula. En otra época había hecho la ruta del algodón, cuando le daban los pulmones. Y llevado y traído piedras abajo del asiento, en el escape, en la rueda de auxilio, como todos. Era un hombre azulado, alto, más cómodo sobre su camión que sobre sus piernas, con una panza que le llegaba al volante. Le gustaban los mapas, los desplegaba como documentos y decía que si las ruedas de su camión tuviesen filo el país estaría tajeado así, así, así y así, con la uña de un dedo de mono.
Este hombre tenía una hermana viviendo cerca del Catambúri. Bajaba cargado de cebollas, a principios de octubre, cuando decidió desviarse para visitarla. Llegó con la tormenta del atardecer. La luz desbordaba por las ventanas de la choza. Celebraban el fin del luto del padre de su cuñado. Los chicos y los botellones iban y venían entre gritos. El hombre fue presentado también a los gritos, le hicieron preguntas, encargos, asombró con sus historias recogidas en diferentes regiones. Después que se fue la gente le ofrecieron una cama improvisada. Mi mujer me espera, dijo, señaló el camión, antes de entrar a la cabina hizo pis y palmeó una rueda como la pata de un elefante amigo.
De mañana, lo despertaron unos ruidos en la parte de atrás. En un rincón la tela estaba abierta. Amasó una bola de bosta y paja, la metió, encendida, por esa abertura. Pronto la caja se hinchó de humo y toses, escupió dos chicos dientudos que fueron a refregarse los ojos lejos del reto de su madre. Estación... Central... gritaba el hombre, imitando a los guardas del tren, mientras agitaba como un farol la bola humeante.
El sol ya estaba arriba. A los lados de la calle de tierra que llevaba a la ruta levantaban sus brazos los de la plantación, algunas chicas de pañuelo blanco en la cabeza, a ellas las habría llevado con gusto, con sus piernas livianas, chicas de viento. Puso la radio y entró al camino cantando.
Un control lo detuvo en Ciudad Real. Los conocía, casi no revisaron. Hizo cuarenta minutos de cola en la balanza de Kimberley. Después paró a comer en una estación de camioneros. Cuando divisó la gorra gris de la ciudad ya era la una. Dos y diez entró al mercado, la hora en que la actividad pide un último empujón antes del cierre. A duras penas consiguió dos negros huesudos y desganados que le aguantaran las bolsas mientras él las largaba desde arriba. El chico estaba como a la mitad de la altura de la carga, tres bolsas hacia adentro. Ocupaba el mismo espacio que una bolsa. El hombre, que se inclinaba y agarraba cada bolsa mecanicamente, lo tocó antes de verlo. El chico no se movió. El hombre se sacó la camisa, lo abrazó contra su pecho y sólo dejó que lo sostuvieran a él por los codos al saltar. Lo apoyaron sobre una estera que alguien trajo. La piel del chico era más opaca y marrón que la suya. Tendría tres o cuatro años, estaba desnudo y envuelto en sangre. Respiraba con la boca ancha muy abierta.
Se había formado un círculo a su alrededor. Alguien dijo de llevarlo a lo de la Señora Ima. Otros lo repitieron. El hombre lo alzó otra vez en brazos, dijo dónde queda. El grupo se puso en marcha, un guía adelante suyo y el resto atrás, la puerta del patio los filtró, algunos decidieron esperar en la calle, otros volver a difundir la noticia. Estos encontraron la bolsa de cebollas de sangre sobre la que había viajado el chico.
La Señora Ima le estuvo haciendo curaciones hasta la noche. El de pie, sin decidirse a apoyar la espalda en ninguna parte. En algún momento la lluvia habrá hablado por ellos. El chico no llegó a despertarse. Cuando ella dijo por hoy y enderezó las rodillas, y sus ojos verdes se enfrentaron a los del hombre, éste dijo llamarse Ki’k el camionero, y que desde hacía años transportaba su carga desde el Galún, en el mercado podía preguntarle por él a cualquiera. Conto cómo lo había encontrado. Dudaba si se lo habían puesto allá arriba, al cargar, o de noche mientras celebraba en lo de su hermana, o en la parada, mientras comía, el camión de cola contra una maleza que daba a los fondos de la estación. Cuando esté curado, dijo, lo llevaré a la plantación, buscaremos.
El hombre aceleró su regreso. Cuatro días más tarde estaba de vuelta con caña. Después de descargar fue a lo de la Señora Ima. La encontró en el techo, en la costura de un atado de paja. Kiki, dijo la Señora Ima. Ki’k, dijo el hombre, mientras levantaba una mano. El chico bajó los dos escalones y fue hasta el centro del patio. Caminaba como si del lado de la herida llevara piedras. Kiki, saludá al camionero, dijo la Señora. El chico corrió a esconderse en la casa.






Kiki atravesaba la selva como si la conociese. Le parecía más fácil de lo que decían, menos cerrada, húmeda, peligrosa. Tal vez lo fuera, pero él no pensaba pasar mucho tiempo entre esos altos árboles, su plan era atravesarla y salir. No perderse como el viejo Leo. En su imaginación estaban, más allá, las minas, que según el viejo eran cavidades gigantes en la tierra por la que resbalaban los hombres, como gusanos, de a miles. Si llegaba a otra ciudad no iba a poder no sentirse como su descubridor, aunque la habitaran miles de personas. O mejor una aldea, un espiral de chozas cónicas terminadas en punta, plantadas a pocos pasos del río. Se imaginaba en el centro del circulo, lo miraban manipular su radio con ojos verdes y negros, entonces abría su bolsa, encendía la radio un segundo y seguía andando. Ahorraba pilas. Si había pescado una canción la continuaba él, las conocía todas.
Para dormir subía a unos árboles bajos, de ramas anchas. El silencio de la noche imponía silencio. Amparados por el primer sol graznaban los pájaros. Su luz se colaba a través de la trama de la lona en que se envolvía, por un rato el mundo eran agujas de luz o de sombra. Bajaba al suelo entumecido, con un musgo de frío que se sacudía saltando, batiendo sus manos largas contra el pecho y los brazos mientras meaba.
Finalmente había decidido llevar su espejo, un triángulo de bordes agudos. Empañándolo, bizco, comprobaba el aumento de su bigote suave. Se había hecho el tic de pasarse todo el tiempo la mano por el bigote para ver si sudaba. Ya no tenía que disimular, como en el mercado, donde le cantaban “pero, los bigotes, no te va alcanzar tu madre pa comprarlos”.
Le hubiera gustado algún cuchillo, un machete, una navaja. Lo reemplazaba con el filoso maxilar de perro, tipo boomerang, que le había regalado de chico el viejo Leo. Aunque no cortara, lo usaba para abrirse paso. Serpientes, por ahora, no le había tocado ver. Siempre podía intentar atraparla por atrás de la cabeza, como hacía con los otros chicos, en el pastizal que rodea al mercado, y después se daban latigazos. Al hijo de un degollador lo había mordido una en la pantorrilla. No quería volver al mercado. Fueron a buscar al padre que lo cargó hasta el puesto. Era más grande el hijo sobre sus hombros que él. Le dieron a probar de todas las aguardientes hasta que una le hizo la reacción. El padre lo volvió a cargar hasta el suero. Ahora iban los dos algo borrachos, el hijo hinchándose, empalideciendo, le vomitaba desde los hombros hasta los talones. Una nube de moscas los marcaba. De esa vez, decían, el hijo del degollador empezó a tomar.







El paso del pastizal a la selva lo sintió antes que nada en los oídos. Venía de aparecer en su cabeza esa música irreconocible, que no lograba repetir. Lo distraía el roce de los pastos hasta la cintura, en la memoria le picaba, igual que los mosquitos o el sol. Así era la música del matorral, roce de pelos, plumas, viento, alas, piernas. Música zumbona, arrastrada y roída.
Iba atrás de esa música nueva como de un dolor nuevo, de origen desconocido, ilocalizable. De golpe notó un profundo silencio. Un bloque de silencio en el que los ruidos resaltaban nítidos, entraban, dejaban su marca y se iban. Canto de insectos y pájaros, roces de hojas aislados. Lo único perdurable era el silencio. Después sintió la sombra, las duras raíces, la humedad espesa del aire. Había entrado en la selva. Retrocedió hasta una despedida sin nostalgia y el grano gris de la ciudad, lejana, justo en la línea que dividía al pastizal del cielo.







Del camionero, muerto años atrás por la malaria, Kiki se acordaba por el camión, por la sensación que le había producido acompañarlo un par de veces, ni sabía cuántas, en su viaje. Las únicas, antes de ahora, que había salido de la ciudad. Recordaba el tablero de madera pulida en el que seguía el ritmo de la radio, sus manos anchas sobre el volante, sus guantes de grasa. A algunos, en el mercado, las cicatrices les cruzaban las manos como caminos a través de una selva desvastada. La bocina cromada, el olor del combustible tibio. La gente vista desde la altura de la cabina entrando a un pueblo.
Ante los mapas del camionero Kiki dudaba, con la boca floja, si reírse o no, como de esos chistes sobre mujeres que no entendía. Cada vez que pasaban por un puente sobre un arroyo o un río le prometía llevarlo a pescar.
Al viejo Leo, en cambio, lo había seguido encontrando cada mañana, con el sol, en la sala de la Señora Ima. Ya no tomaba. Llegaba con ofrendas ridículas, carbones con formas, trapos, frutas pasadas, plantines, hilos, suelas. Sólo alguna que otra vez, en tantos años, le había conseguido algo interesante. Un cuerno de cabra, el maxilar de perro, bolitas, plumas, cuarzos.
En el mercado lo fastidiaba siempre tratando de protegerlo. Kiki le escapaba para evitar que las burlas de los puesteros o los otros chicos lo salpicaran a él, y hasta agregaba su grano de crueldad. El viejo aceptaba todo sobre sus hombros caídos. Y, para terror de Kiki, reaparecía en el momento menos pensado poniéndole una mano sobre el hombro al caer la tarde, o para regalarle un fruto, o interrumpiendo un juego de chicos con algún mensaje exasperante para la Señora Ima, que le dijera que no había conseguido mandioca, o que a tal persona no la encontraba, o que a la mañana siguiente lo esperara con el café. Su única reacción seria, sintiendose herido, era una amenaza vaga de contarle una historia, algún día, cuando Kiki pudiera entenderla.
Después que Kiki dejó lo de la Señora Ima y fue a parar al mercado descubrió que de noche, en esa bóveda oscura, en la que cada tanto un grito de loco rajaba el silencio, la compañía del viejo no venía mal. De día daban miedo los hombres, de noche su ausencia. Los que como él o el viejo la pasaban ahí se desparramaban con la oscuridad, cada uno hacia su madriguera, algo de reptiles en la forma disimulada de no despedirse, se escabullían, se arrastraban hasta su rincón, palpaban en la oscuridad sus posesiones, ensayaban mil veces la manera de protegerlas con el cuerpo, alarmas, puntas, hasta que en la mitad de la noche un aullido desencadenaba otros que se incrustaban en las sienes del sueño.
Ahora, cuando cargaban juntos un camión y Kiki le sacaba los cajones de las manos, el viejo tenía que enderezar la espalda para palmearle el hombro, casi apoyarse en él, sin aire. Entonces llegaban las chicas con sus colores, y sentaban al viejo en su ronda, y mientras le convidaban agua fresca se reían de Kiki a la distancia. Existía para las chicas gracias al viejo. Ya era bueno con la caja, y las desafiaba a que le siguieran el ritmo. Ellas bailaban frente a él, las piernas como animales atados al resto del cuerpo, con una sonrisa que respondía directamente a la velocidad de las manos de Kiki, ensanchándose, burlona, y se borraba al final, cuando el esfuerzo las sustraía de todo lo que no fuera piernas. Ganaba Kiki, pero sólo era reconocido después que el viejo aseguraba que las prefería a ellas.
Después el viejo fue para lo de la Señora Ima y él quedó solo en el mercado. Ya soñaba con irse.





Si encontraba el rumor de un río angosto y serpenteante lo seguía. El agua, impregnada de lo que había tocado, acercaba otras presencias. Alentado por la ilusión de que junto al agua lo esperaba algo, acompañaba esos ríos aunque no le gustaran o desconfiase de su rumbo. Así, le contaban, era pescar. La idea de que, de alguna forma, estaba pescando, lo ayudaba a seguir aunque no encontrara nada. Había que ser paciente, explicaba Rai, los caminos eran eso. Lo repetía mentalmente, lo cantaba hasta que la música y el desaliento lo hacían olvidarse del agua y se desviaba en cualquier palmera con nueces o en una piedra abrazada de raíces y musgo.
Había encontrado un tronquito hueco y cubierto de musgo que sonaba a la perfección. Lo llevaba en bandolera, cruzado con su bolsa de red. Iba tocándolo con los pulgares, los pies metidos en el susurro de un riacho angosto, asi que desde que le pareció oir ruidos extraños hasta que se detuvo pasó más de lo aconsejable. Podrían haberle caído. Sacó los pies del agua sin salpicar. Trepó a un turgut de cinco metros. La espesura de los árboles vecinos no le dejaba ver nada. Le pareció oir primero un llanto y después balidos. Podían ser pájaros o un cuerno. Balidos. De lo del llanto desconfió porque parecía de un bebé, y para él los bebés lloraban mucho, ininterrumpidamente, y éste había cesado. Sería cabra salvaje. Sabía matar cabras, podía cocerla, hacerse una capa, venderla incluso, si encontraba a quien.
Entonces volvió a aparecer esa música. Parecían tambores, pero cuando quiso acercarse suavemente al ritmo, atraparlo con la punta de las uñas sobre el tronco, para que las manos lo aprendieran, no pudo. Inmóvil sobre el turgut, la cabeza y los dedos hacia adelante, protegido por el telón de lianas que le ocultaban la cabra, los monos, el bebé, o quizás una cuadrilla de guardias, que según el viejo eran más feroces que el tigre, sus escopetas lo habrían olfateado y lo buscaban, ahora volverían al jeep jurando revancha.
Con certeza, sólo oyó el ruido que hacen los arbustos al flexionarse y golpear con fuerza contra otras ramas cuando pasa algo grande. Aunque faltaba para la noche se quedó ahí, como un ciego atrás de sus ojos. Trató de recuperar esa música sin suerte hasta dormirse.





El viejo yacía sobre un colchón de paja y arpillera. La cabeza le colgaba hacia atrás, la nuca sobre el borde del colchón. Sacó una mano de entre las mantas y tocó el cajón. Algo del humo de neumáticos quemados que había afuera se colaba en la pieza, aumentaba la tos del viejo, sofocada, como si estallase bajo el agua. Donde las mantas se lo mostraban, Kiki vio su piel brillante, empujada hacia afuera por los huesos, y algunos bultos. Joyas que la enfermedad traficaba por su cuerpo.
La Señora Ima le cambió unas compresas de hojas de platano, se paró con esfuerzo, apoyando las dos manos sobre una rodilla y salió, embolsando la cortina floreada.
La boca del viejo hablaba por su cuenta. Al principio Kiki jugaba con los pulgares sobre una cara del cajón, en el centro del rombo que formaban sus rodillas abiertas, sus tobillos, su sexo. Después se fue aquietando, entró en los círculos de esa historia que el viejo contaba una vez atrás de otra, interrumpido sólo por la tos.
En abril, contaba el viejo, las lluvias arrasaban con todo. Hasta con los blancos. Antes de las primeras lluvias armaban su caravana. Se llevaban todo lo que pudiera servirles. Quedaban las chozas y ellos, mirando irse a los blancos, antes que el agua los aislara. Cuatro meses duran las lluvias. Obligarlos a cazar entonces era como pedirle a la nuez que madure en invierno. No llegaban a morir del hambre, pero muchos perdidos.
La aldea estaba junto a un río ancho, en el que los reflejos del oro brillaban intermitentes, confundidos con los del sol. Atravesándolo había tres montañas bajas. Del corazón de estas montañas salían ellos con canastos llenos de piedras sobre la cabeza. Su trabajo era ahuecar las montaña inagotables. En sus sueños la montaña, vaciada, se les quebraba encima. Salían de ella cicatrizando los ojos por la luz. Afuera, se orientaban por el brillo de los fusiles de los blancos bajo el sol.
Mucho antes que el viejo Leo naciera algunos curaban, algunos tallaban y otros cultivaban la tierra. El sólo había conocido hombres con un canasto sobre la cabeza, medio ciegos, y demasiadas mujeres. Ellas acarreaban el agua y la leña, reparaban el techo de las chozas, trataban inutilmente de curar, enterraban a los muertos. Un sólo disparo de esos fusiles podía matar hasta tres hombres en fila.
Durante las últimas lluvias que el viejo recordaba en la aldea, los hombres se reunieron cada noche. El, que todavía no les llegaba a la cintura podía verlos, desorientados y enclenques, discutir, lamentarse, cantar. Al fin decidieron que apenas empezaran las próximas lluvias y se fuesen los blancos ellos saldrían a buscar la ayuda de otras aldeas. No pudieron embriagarse ni repetir antiguos ritos de alabanza ni de honor. Sometidos a los golpes de la lluvia y el tam tam, que algún entusiasta insistía en tocar sin contagiarlos. Kiki sonrió imaginando que eso hubiera hecho él, y que lo que el viejo llamaba entusiasmo, con un filo de desprecio que hasta brillaba en su voz opaca, era sólo una reacción física, natural, algo que no habría podido manifestarse de otra forma. Pero ya eran como animales que han perdido el olfato, dijo el viejo. Se veía en la decisión, insensata, y se vería cuando tuvieran que elegir el camino lavado por las primeras lluvias.





Se juntó todo, la falta de actividad en el mercado, la ausencia del viejo, las rebeliones, lo del pobre Jaquim o lo del tonto de Jaquim, según quien lo comentara. Según el índice apuntase a la bolsa de serpientes articuladas amarillas y negras y a los cocos guardados en su cajón, o al cielo, sucio de nubes de caucho. Descartaron, tratándose de Jaquim, el cuello de botella con puntas, la rabia contra los piojos, el zapato único que desde siempre esperaba su par.
La tarde anterior Jaquim la había pasado sobre uno de los pilares de basura a la entrada del mercado, pidiendo brindis en honor de muchas cosas. Había desaparecido silenciosamente un poco antes que el sol. Camino al centro de la ciudad se habrá cruzado grupos de rebeldes con la cara atrás de pañuelos y antorchas en mano. Habrán visto que no valía la pena amenazarlo ni advertirle. Debió llegar a esas calles entoldadas cuando los tranvías las abandonaban llevándose los últimos pasajeros. Parece que de una esquina apareció una mujer, una sierva joven que llevaba un paquete contra el pecho, y que se quedaron mirando. En los ojos se le vería el susto de andar por calles tan importantes, a esa hora. Usaba un vestido corto que se rasgó en el tironeo. El paquete estaba envuelto en papel de seda blanco, que también se rompió, y atado con hilo. Jaquim fue hacia ella y se aferró al paquete. Cayeron al piso de piedras de colores. La mujer gritó y de alguna parte salieron los policías, negros y blancos.
Según Rai, con la cabeza ladeada y la lengua rosa bailándole en la boca sin dientes, lo de Jaquim sólo se entendía en un hombre que ignoraba lo que hubiera más allá del mercado y los pastizales de alrededor. Era cuestión de haber viajado un poco. Los camioneros asentían, igual que Kiki, que los rodeaba tratando de convencer a alguno de llevarlo.
Pero con los pocos camiones que entraban y el control de los puestos, los rebeldes, el miedo, era imposible. Se juntó todo. La presión de partir disparada a pie para el lado del matorral al que seguía la selva.





Que llegaba a la aldea del viejo Leo. No tenía chozas ni conocían a ningún Leo, pero era ahí. Los hombres lo miran como buscándole el flanco malo, cabeza ladeada, entrecerrando los ojos hasta que se les estira la boca en una especie de sonrisa. Las mujeres le sonríen de verdad. Hay de todas las edades, todas con dientes. Usan pantalón corto verde y sandalias, como las chicas del mercado. Que no tiene que olvidarse de mostrarles la radio.
Leo, Kiki, esos no son nombres, le dicen, en su idioma. Igual celebran la bienvenida, pasan de a uno y le palmean la espalda con las dos manos, sin rozarse el pecho. Casi todos tienen los mismos nombres. Si quiere ir a dormir, le señalan con la palma de una mano hacia arriba las supuestas chozas. Piensa que no las ve porque son medio ciegos, y que no tiene que olvidarse de la radio.
Después está tocando su tronquito en la orilla, viéndolas moverse bajo el agua. Tiene que tocar, cada vez más fuerte y rápido, para atraerlas. Cuando salgan del agua se va a ver si tienen el pantalón o están desnudas. Si pudiera dejar de tocar un segundo y encender la radio, vendrían corriendo. Ahora se acercan y se alejan, deben ser los blancos que las espantan. El se da vuelta, no ve a nadie. Parece gustarles que toque mirando hacia atrás, juega a mirar hacia un costado y el otro, ellas se van acercando con un goteo brillante en la risa, los brazos, las tetas. Por los blancos no se preocupen, les grita, animándolas a dar el paso definitivo. Ellas se encrudecen en sus lugares, es un blanco comentan entre sí, es un blanco, se hunden. Entonces, piensa, ya un poco despierto, todavía no llegaron, el padre de Leo no nació, una de éstas será madre de su madre.
Los monos se lanzaban desde la rama superior y caían sobre su cuerpo, lo celebraban chillando. Cuando Kiki abrió de un tirón la lona huyeron a los alaridos. Más tarde iban a volver, lo seguirían a la distancia.
Le dolía el cuello. Sintió el dolor al saltar del árbol, en el rebote de sus pies contra la tierra y mientras estiraba la cabeza hacia los costados se acordó del sueño. De pronto supo, con precisión y vagamente, qué era esa música que no lo soltaba desde un poco antes de entrar en la selva.






Por su tripa cosida de diamantes. Por la piel barrosa de la tierra resbalaban. Buscando en los ojos de la tierra luz.
El viejo hablaba sin descanso, sin fervor, le prestaba su garganta a la tos o a las palabras, a lo que se impusiera. Cada tanto sus ojos se entornaban y su mano buscaba la respiración pareja de Kiki. Hablaría hasta que Kiki lo abandonara y sólo se callaría después, antes que volviese a entrar la Señora Ima estaría inmóvil, y a su alrededor, cada vez más débiles, extinguiéndose, flotarían los círculos del relato.
Se ahogaba en su memoria. No recordaba su nombre. A veces tenía la edad de un cazador joven, otras, se escondía de su madre atrás del cerco de ramas secas que había servido de corral, ocupado ahora por las cabras que los blancos traían y se llevaban al irse. La huella de los blancos se borraba, alternativamente, hacia el sur, hacia el oeste y el este, hacia el norte. Siempre dejaban, a muchas leguas de ahí, una línea de tiradores controlando el paso.
Salieron en tres grupos. Los guiaban algunos viejos cargados por los más jóvenes. La lluvia no les dejaba llevar casi nada. Algunas piedras entre las encías, agua, cuchillos, pigmentos. Cada grupo un tam tam, para avisarse. Tá ta tá TA tá ta tá ta tá a TA. Aunque había oído la frase una vez sola, separado de ellos por el río que empezaba a aumentar, atrás del cerco de ramas, bajo la lluvia, el viejo todavía la podía repetir sílaba por sílaba, cada silencio, como si nunca hubiera dejado de hacerlo, como si sólo hubiese estado atento desde entonces al hilo de esa frase y a que nada de lo demás lo interrumpiera.
Protegidos por los altos árboles, por la espesura que se tramaba sobre sus cabezas, a la lluvia, que más allá de ese techo caía cerrada y con gotas como piedras, la sentían en el suelo, los pies perdidos bajo el caudal de agua marrón que parecía revestir la tierra, envolverla, los empujaba, saltaba espumosa alrededor de los troncos, arrastraba otros, caídos, amenazante. Anduvo un tiempo atrás de uno de los grupos, en el que intuía, desdibujada, la silueta de su padre. Los veía y dejaba de verlos hasta que no los vió más. Al darse vuelta encontró tan extraño el camino por el que había llegado hasta ahí como si al despertar hubiera querido reconocer en los rasgos de la mañana la cara de la noche anterior.
Se durmió y despertó varias veces. Siempre estaba sólo, tenía hambre, sollozaba su nombre o la música que debía rescatarlo. Empezó a andar repitiendo el ritmo. La música lo envolvió, lo protegía, marchaba sobre esa música en dirección a la aldea o para encontrarse con su padre. Andaba antes del mediodía y antes del atardecer, que eran las horas en que llovía menos. Cuando el agua buscaba voltearlo trepaba como podía a una rama baja o una piedra y esperaba, encogido, repitiendo aquella musica, con la cabeza asomada como si la respuesta de los tam tam fuera a caerle encima como un par de cuernos.
La única posibilidad que no había imaginado era el fin de la selva. El viento y el cielo gris extendido, el vértigo de ese cielo, o el hambre, despertó y el cielo seguía ahí, ahora púrpura, corrió azuzado por los relámpagos, anduvo por una franja de barro, vió por primera vez faroles, caballos, una casilla de madera, volvió a caer. Era el camino que iba del cuartel al pueblo. En el límite de la noche lo recorría una patrulla de soldados, uno se apeaba del caballo que relinchaba y se negaba a seguir, removía con una bota puntuda, tímida, despectiva el bulto marrón que vestía el barro.





Si acercaba el antebrazo a la oreja podía oir un zumbido. Si lo separaba, desaparecía. Lo hizo varias veces. Su cabeza, el brazo, el aire. Dónde existía ese zumbido? Busco la radio en su bolsa. La acercó, apagada, a la oreja. La encendió y fue subiendo el volumen de a poco. Tenía muchas ganas de oirla, no pudo aguantarse. Oyó tres canciones enteras y abrió la boca de la lona de golpe, le gritó al sol, a la selva que de mañana parecía más descontrolada, le gritó al aire para que en alguna parte se enterasen de que estaba cerca. Intuía o necesitaba un encuentro.
Fuego. La caja de fósforos en la bolsa. Lo ganó la cautela. Por ahi de noche, pensó no muy convencido. Hacia adelante o los costados la promesa era la misma, empezó a andar sin ganas pensando en la gente que conocía, en las chicas del mercado, de lejos había seguido sus gestos, interpretado sus miradas, oído que lo tenían por un solitario, y avivaba esas sospechas con un aire ausente o perdiéndose atrás de los puestos como si buscase algo, tarareando cualquier melodía. Ahora se reprochaba esa farsa. Para colmo el camino presentaba obstáculos que no ayudaban, troncos caídos, hormigueros de medio metro de altura en ebullición, el esqueleto de un animal chico, una cría de cebra o perro salvaje con restos de carne y piel agusanados, lo hicieron preguntarse si no estaría yendo a ninguna parte, o peor, si no terminaría chocando contra la misma ciudad, se imaginaba de vuelta en el mercado, las burlas, enfrentar a Ismael, devolverle su lona.
Después del mediodía la vegetación se abrió, los árboles se fueron separando y apareció un claro, algo que nunca había visto hasta entonces, un espacio libre distinto al matorral. Había una laguna grande, muy azul, rodeada de pasto. A la izquierda, lejos, se veían montañas de pendientes suaves, un poco desdibujadas por la bruma del sol. Del otro lado del claro empezaba un bosque de árboles de troncos finos.
Corrió hundiéndose en el fondo barroso hasta que perdió el pie. El agua estaba tibia en la superficie. En la otra orilla, una bandada se alejó aleteando.
Estuvo tirándole agua al cielo hasta que le dolieron los brazos. Después se tiró sobre el pasto, corto y blando. De la emoción que le había apretado los párpados quedaba una espuma fina, muy liviana, bailada por el viento. Despertó incorporándose de un salto, seguro de su imprudencia, y los antílopes se desparramaron con un impulso nervioso de las patas traseras. Se sentó, estiró la mano, besó el aire. Volvieron a agruparse a su alrededor. Husmearon la mano apuntándole con sus cuernos en forma de U. Eran altos como él, con rabo corto, marrones, grises y blancos. El cuero cubierto de un pelaje suave. Kiki se recostó con los ojos cerrados y dejó que lo examinaran. Los oía respirar a su alrededor, tragar agua, el movimiento de sus mandíbulas y los tirones de pasto. En un rincón del cuarto de la señora Ima, entre las botellas con velas y las vainas secas, había una máscara de madera forrada con cuero de antílope. Tiras de cuero tachueladas. También había, tallado en un vaso, otro antílope, más panzón que éstos, con los cuernos que casi se juntaban y volvían a abrirse. Si uno se fijaba, la forma de los cuernos se repetía en la del vaso, siempre lleno de agua hasta el borde. El cuidado de la señora Ima, cuando Kiki pasaba cerca del vaso, le hacía pensar que la huella de una sola gota que rebalsara podía partirlo. Pensó en los animales de la señora Ima y en sus fuerzas, en el orden de los objetos que se repartían por la casa, todos con algún sentido que él ignoraba. Ese instante, con el sol no muy fuerte fijo sobre la laguna y las mandíbulas del antílope que pastaba junto a su cabeza como único sonido, parecía haber sido ordenado por ella, corregido cien veces por sus dedos ágiles, minuciosos, de uñas largas grises.
Miraba pasar las nubes por el cielo abierto. Su primera impresión, al recibir el chorro tibia en la cara, fue que desde la laguna alguien lo incitaba a jugar. Se paró de un salto y vió al antílope ya definitivamente caído, inmóvil, el agujero en el nacimiento del cogote, junto a la oreja, y a los demás que corrían hacía el bosque dejándolos solos bajo el repique de las balas.

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