jueves, 4 de diciembre de 2008

EL MUNDIAL






Las primeras emisiones no las vio casi nadie. Iban sin aviso, diferidas, entre «Trueques» y «La historia de los metales», o después de «Ultima voluntad», esa serie de lecturas de testamentos que hace unos años causó sensación pero ya conocemos de memoria. Más tarde, a medida que nuestro equipo avanzaba, el público se fue acercando a las pantallas, como esa propaganda en la que una mano y después otra y otra y al final cientos de manos se acercan a un fruto que está por caer. Rojo y dulzón, el triunfo llegó a estar a centímetros de nuestros labios.
Además, por esa época había empezado a pronunciarse el Cónclave de Presidentes, que se reúne cada cinco años para revisar nuestras leyes. Quién iba a imaginar que el Mundial superaría la expectativa que provoca siempre el Cónclave. Así fue, aunque después lo desmintieran las cifras de visión, computando horas visionadas totales, no pulsos, ni la diferencia entre el fin del Mundial y la fastuosa, consoladora lectura de los nuevos pasajes ­escritos.
Pero el Mundial nunca habría resaltado en nuestras pantallas sin la memorable actuación de Dan Q. Siro. Una muesca en el olvido, Dan Q. El cuerpo magro, trabajado en armonía con su personalidad. Era de contextura mediana, boca insignificante, nariz recta y ojos grises en los que naufragaba la imagen de su interlocutor. Chueco, este detalle, que aunque siempre había estado ahí todos descubrimos en un mismo instante mágico, como si un reflector hubiese remachado sus pies de amarillo, dio para hablar más que su edad incalculable, su falta de familia, su soledad.
Dan Q. se nos reveló una de esas noches calurosas en las que pareciera que sobra la piel. En el visiobar la gente apoyaba una mejilla sobre las pantallas con desconsuelo. Está prohibido dormir en los visiobares. Pero en noches como esa uno no duda en dormirse si puede, a riesgo de que lo echen, y aún así sale satisfecho como si hubiera quebrado por unos segundos la ley de gravedad.
Esa noche, después de una señal visiosonora turbia, apareció Dan Q. Siro, todavía un poco granulado y anónimo. Vestía babuchas y camisola blancas. Yacía sobre una colchoneta. En el recuadro superior, detalle de Dan Q. con la vista fija al frente, un par de ojeras bien marcadas, labios entreabiertos. Cada tanto liberaba un suspiro sin mover un músculo. A su alrededor, amenazantes, daban vueltas tres hombres de rosa refregándose las manos. Sus pasos sonaban como salpicaduras de ácido sobre una lámina de silencio. El cronómetro marcaba 2:17:231. Debajo, 21:42:769. Tiempo transcurrido y tiempo faltante. Los milisegundos corrían sin cesar en sentido contrario, se trababan en el triple cero y volvían a repelerse. Recién vimos a Dan Q. pestañear en 2:25. En 2:48 bostezó. Quince minutos más tarde uno de los hombres de rosa se le paró enfrente, brazos en jarra, golpes de pie rítmicos. La cara de Dan Q. era infantil pero con ojos risueños de anciano. La cabeza del otro era el doble de grande. A medida que pasaban los segundos su trompa de animal desconfiado se iba estirando, se encorvaba su espalda, sus dedos retorcían el aire. De su pecho surgió un aullido ensordecedor. Finalmente levantó a Dan Q. del cuello y le empezó a dar cachetadas con la palma y el revés. Los otros dos lo abrazaron. Retirados a un rincón, sin mirarse, parecieron discutir o por lo menos cambiar opiniones. En el recuadro, la cara de Dan Q. imperturbable, un centelleo, apenas, en sus ojos, y el público, que retenía la respiración, pudo soltar el aire y se desató una ola de pedidos de bebidas, cabezas levantadas, diálogos. Transcurría un nuevo Mundial. Quién era éste Dan Q., del que hablaba con entusiasmo el locutor. Vino la memoria de otras épocas, anécdotas, comparaciones en las que el presente perdía, y sin embargo dos horas más tarde, rendidos ante la vigilia de Dan Q., nos pegábamos a la pantalla con la sensación de que nuestra suerte dependía de él.
A la mañana siguiente los que no lo habían visto se enteraban de la existencia de Dan Q. Siro, de la lucha que en ese mismo instante seguiría llevando a cabo si, como esperábamos, había logrado resistir. A la hora del almuerzo invadimos los visiobares. El cuadro era casi idéntico al de la noche. Dan Q. buscaba con la mirada un sol imaginario, las manos bajo la nuca. Lo único que apuntaba el paso del tiempo era el manchón gris de su barba entre los pómulos y el cuello. Los tres tipos que lo acosaban eran otros, vestidos de bordó. Después se hablaría mucho del trabajo de nuestros vestuaristas, todo el cuadro era tan definido y exasperante a la vez, pero eso era secundario, igual que la expresión torpemente cínica del gigantón que lo arrullaba, o el detalle del dedo que oprime el percutor de la perforadora en el momento en que parece que las pestañas de Dan Q. van a claudicar y abrazarse. Lo esencial era el leve estremecimiento en la piel de las ojeras de Dan Q., que se adivinaba suave como ala de mariposa, su sonrisa de beato ante la comprobación de que seguía despierto, la naturalidad con que enfrentaba las cámaras. Incluso el detalle de la barba creciente. Esa noche, al terminar la presentación, entre abrazos de sus compañeros de equipo, cuando el locutor le preguntó con una gran sonrisa portátil sus planes para el futuro, Dan Q., sonriendo tímidamente, mientras dejaba escapar un bostezo por la nariz, se masajeó la mejilla y dijo quisiera afeitarme.
Pero antes habíamos vuelto al trabajo y vuelto a salir y entrar a visiobares en los que el espacio escaseaba y el calor y el sueño, Dan Q. daba dos o tres pasos entre los acosadores que por un instante lograban marearlo, sus articulaciones chirriaban, iban a vencerse a orillas de la hazaña, apoyaba las palmas sobre sus muslos, volvía a pararse, abría los brazos, respiraba hondo y nosotros respirábamos a la par de Dan Q., sonreíamos, sentíamos también el peso del sueño en las sienes. De golpe la sombra de una mano eclipsaba la cara de Dan Q. y éste caía y quedaba en cuatro patas frotándose la mejilla contra el piso, como un gato viejo.
Toda esa semana volvimos a ver la imagen de Dan Q. en el instante en que había dicho quisiera afeitarme. Hasta los Presidentes tuvieron tiempo y disposición para enviar su saludo. No hubiera estado bien que ellos elogiaran el trabajo de uno solo de los integrantes del equipo. Pero a su modo reconocían el valor de Dan Q. El mensaje era un viejo axioma: «La sangre de uno: El agua de todos». Ya fuese una predicción, ya una muestra de que controlaban al equipo en forma directa, ya una orden, la relación entre el mensaje y la próxima fase de competencia resultaría evidente.
Que tuvo lugar cuatro días más tarde.
Otra vez Dan Q. en el corazón de la pantalla. Camisa ceñida blanca, bermudas blancas, suecos blancos de teflón. Una venda de gasa blanca alrededor de la frente. Sentado, a su izquierda una mesa cuadrada con material médico, fondo infinito. Entran dos hombres y tres mujeres, todos de blanco. A cada lado de Dan Q. se ubica una pareja. Cada hombre toma una jeringa de 30 ml. y una aguja de titanio encapsulada. Las mujeres que los acompañan preparan otra idéntica. La tercera, a espaldas de Dan Q., abre una libreta negra. En el recuadro superior se ve la página, cinco nombres escritos, los dedos finos de la mujer sosteniéndola, y al fondo, borrosa, la cabeza gris de Dan Q. fajada de blanco.
Suena el gong de los presagios. Arrancan las mangas de la camisa de Dan Q. Le atan una a cada brazo con fuerza. Los dos hombres empiezan a clavarle las jeringas. Cuando la sangre de Dan Q. las colma se la cambian por una vacía a la mujer que los acompaña. Estas fogoneras vuelcan el líquido en un recipiente traslúcido sin derramar ni una gota y preparan la próxima. Dan Q. recita, por orden alfabético, los nombres de la libreta. Aap Sr., Alu, Am M., Ara H. Etr, Ax, y en qué zona de la ciudad viven. Hay cinco nombres por cada letra. Vemos el dedo de la mujer que pasa la página y la oímos preguntar <>. Dan Q. contesta. En voz muy baja el locutor añade que los 135 nombres y direcciones deben ser dichos antes que pasen quince minutos, que es el lapso para extraerle hasta tres litros de sangre. Los de las jeringas trabajan como pistones. A veces uno pierde la vena y se atrasa una jeringa o dos, su ayudanta golpea el brazo de Dan Q. y la sangre reaparece, hay suspiros, comentarios entre dientes, nuestras cabezas se inclinan un grado más sobre la pantalla. Cada vez que pasa una página la mujer pregunta y Dan se apura a responder como si lo desangrara esa voz apremiante y no las jeringas. En la N enmudece, pasan quince, veinte, veinticinco segundos en que sólo se oye el “quién más estaba” exasperado, uno de los hombres lo mira y por distraído pierde el émbolo de su jeringa, la sangre se vuelca sobre el brazo y la camisa blanca de Dan Q. Nery, dice éste, desentumeciéndose las piernas, Nic Dos, y sigue. De ahí hasta el Zenour Z. que vive en la zona de edificación residual A6 todo marcha sobre ruedas, con la voz débil y a la vez diáfana de Dan Q. anticipándose al aguijoneo de la mujer que en cuanto cae el último nombre posa una mano de madre sobre su cabeza gris y le alborota el pelo.
Con la misma rapidez que transcurrió todo, y que más tarde nos hará recapitular mentalmente mil veces tratando de entender, a través de un detalle u otro, qué es lo que vimos, Dan Q. es transportado a una camilla y los demás lo despiden emocionados y después se abrazan.
Las primeras imágenes chillonas de la emisión siguiente nos despertaron de ese sueño. Nos mirábamos boquiabiertos, mudos, el ceño fruncido, alguien musitaba “toda esa sangre” con voz ronca, otro “yo conocí a un Siri Sbiche, pero vivía en provincias”. Todo parecía flotar. El recuerdo de lo que acabábamos de ver, volviendo en reflujos, y nosotros mismos, nuestras frases cortadas, nuestros brazos, espaldas, pechos, pies.
Estábamos en las finales. Las imágenes del Mundial se multiplicaron. Especialmente las de Dan Q. Una transfusión de cámaras a la intimidad de Dan Q. nos mostró sus primeros pasos al otro día, su mano temblorosa al afeitarse, y la piel pálida, reseca y simbólica de sus mejillas dejándose ver otra vez. Esas afeitadas se convirtieron en un ritual. Los fanáticos le copiaron el sistema de cuchillas con filo y espuma jabonosa. Por qué no usaba un práctico espilador? No sé, contestaba Dan Q., encogiéndose de hombros. Cómo lo había aprendido? Dónde? La misma respuesta. Con esa sonrisa que nadie hubiera considerado una burla, salvo hacia él mismo. Le preguntaban por su manera de agarrar el tenedor, como un ramo de flores. Si era zurdo, si había usado zapatos ortopédicos, si desde chico soñaba con destacarse en un Mundial. Le preguntaban por sus padres. No sé. No me acuerdo, agregaba, a veces, después de un silencio.
Frente a su casa, un humilde unitecho de la zona central TH1, hacían guardia la prensa, la seguridad y el público, que pasaba sus mensajes por debajo de la puerta. Los vecinos negaban que el héroe del Mundial viviese ahí, decían no reconocerlo. Un atardecer, un hombre con una valija metálica atravesó el cordón, calzó su tarjeta en la cerradura y antes que los que lo veían pudieran reaccionar desapareció adentro de la casa. Pronto los prensas recibieron el llamado de sus jefes. En las pantallas se estaba viendo el interior de la casa de Dan Q., su cocina oxidada, sus paredes blancas y verdes, su baño apenas sucio.
Cuando le preguntaron por qué le había dado su tarjeta a ese prensa, Dan Q. respondió que el otro se la había pedido. Qué tenía miedo de haberle dado la de alimentación, porque las confundía. Un cerrajero confirmó que había tenido que extraer varias veces otras tarjetas de esa cerradura, pero no quiso creer que aquel cliente fuera Dan Q.
Los dos días que faltaban para la final pasaron lentamente, el reloj siempre un paso atrás, y la noche antes en el visiobar hubo repeticiones de antiguos mundiales, apuestas en voz baja, cátedra de estrategia, la convicción de que nuestro espíritu de equipo y el genio de Dan Q. alcanzaban para vencer, mientras en la calle el calor iba cocinando uno de esos temporales que justifican una casa en la zona cubierta. Nos fuimos caminando bien erguidos bajo el granizo, gustosos del zamarreo del viento, insensibles a la corriente de color pardo en la que desaparecían nuestros pies. Despertamos insignificantes y sin poder tragar una píldora, la mañana era gris, todavía ventosa, la tarde el mundo un ovillo sin punta, a la salida del trabajo hubo que apurarse porque todos los visiobares estaban completos. Nos asomábamos y escaleras abajo se veía la larga mesa de pantallas como un gusano con patas de cuerpos colgantes. La desesperación nos llevó a alejarnos de las zonas conocidas hasta perder, como en un sueño, la noción de si era de día o de noche, sólo el paraguas, el silbido en el pecho y al fin el liso cristal de una pantalla entibiándose bajo nuestra frente.
Promediaba la presentación de los Litópadas, los que más mundiales ganaron y que llevan la victoria en la sangre. Eran cinco hombres de contexturas variadas, con mallas elásticas negras que les cubrían desde la punta de los pies hasta la mitad de los muslos, y desde la cintura hasta la cabeza, incluyendo las caras, con tres agujeros para los ojos y la boca. Se golpeaban entre sí brutalmente, con saña, y los gritos del dolor se mezclaban con los de la fuerza y el colchón de la carne y las caídas. Aunque al principio nos parecía apenas violento, con un gran dominio de los más variados golpes y buena asimilación, nada más, con el paso de los minutos dejaba ver otras cosas. Siempre se enfrentaban lealmente uno contra uno, y nunca había ninguno inactivo. Habían eliminado el recuadro detalle en pantalla, lo que resaltaba la plasticidad del conjunto, todavía más valiosa conociendo el estilo de los Litópadas, su desprecio por la técnica, por el orden. Y en el medio la franja de carne pálida al aire, los sexos bobos, como un ritmo que de a poco aumenta su intensidad y volumen, nos fueron transportando de lo físico a lo trascendente, de lo bestial a lo etéreo, de los orígenes de la vida a los de la muerte hasta que no quisimos oir más.
Al fin los cinco Litópadas, separándose, alzaron los brazos, puños cerrados, y estallaron en gritos de júbilo. Hasta su festejo era impresionante, y el nombre de Dan Q. se puso a circular como un conjuro. Qué sentido le permite a uno darse cuenta, nos preguntábamos, de que algo está bien. Aturdidos por los golpes y el cansancio, no tienen ninguna duda de haber llegado al fondo, y los imaginábamos vacíos, libres de reproches, de miedo, incapaces de traicionarse.
El locutor presentó a los Suendos. Su campo era la tecnología. En el tamiz de sus laboratorios quedaban las diferencias físicas, les regulaban los latidos, la respiración, las secreciones. Incluso se decía que planeaban una futura abolición del elemento humano. Habían llegado lejos en el uso de imágenes, pero después el Comité juzgó que por ese camino la competencia se iba a transformar en pura visión, como tantas otras cosas, y tuvieron que volver atrás. Sin embargo estas innovaciones impulsaron a los demás equipos a preocuparse por el vestuario, el orden espacial, la creación de grandes máquinas o minúsculos accesorios, incorporaron las sátiras, el tratamiento de temas históricos, médicos, sociales, el estudio minucioso de sus propias actuaciones. Había que reconocer que el Mundial se había enriquecido gracias a ellos.
Lo de los Suendos fue breve, un poco demostrativo. En una pirámide hermética de cristal un hombre respira hasta agotar el aire. El anhídrido carbónico eliminado se tiñe de azul tornasol. Una nube de vapor azul lo va envolviendo hasta ocultarnos su rostro impasible. El hombre baja, se sienta en el centro de la base de la pirámide, es un bulto apenas más sombrío que el aire cada vez más espeso. Suponemos que se desvanece porque cae. En un segundo los ayudantes hacen un pequeño agujero de cuatro centímetros de diámetro en una de las paredes de la pirámide y conectan la manguera de un extractor. Cuando lo azul desaparece vemos que el hombre tampoco está.
(Si nos hubieran preguntado qué esperábamos de los Suendos, habríamos pedido algo así. Impactante y perdedor. Magnífico, pero inadecuado para una final. Al levantar la vista de la pantalla, la mirada de enfrente, satisfecha, nos confirmaba esa sensación y otra: el regocijo de imaginarlos más tarde preguntándose por qué no habían ganado. Y lo harían sin énfasis, hasta con verguenza, espanto, de no entender.) Una ola de bebidas bañó las mesas, el paso en falso de los Suendos retemplaba nuestro ánimo, un motor a fuerza de escalofríos, de gritos cortos, mandíbulas apretadas, golpes de taco contra el suelo.
El volumen de las voces que regalaban augurios fue creciendo, se coronó de aplausos cuando apareció Dan Q. en las pantallas. Después, el silencio con su mano miedosa, cada tanto una tos, un murmullo, nada.
Había dos plataformas de unos veinte metros de alto, fuertemente construídas en hierro, a setenta metros de distancia entre sí. Las unía un puente angosto de hierro que bajaba y volvía a subir, formando una M achatada y ancha. El punto más bajo de ese puente, equidistante de ambas torres, se sumergía en el agua de un estanque.
Dan Q. estaba arriba de una de las plataformas, de pie dentro de un anillo de aluminio de dos metros de diámetro y medio de ancho. Brazos extendidos, piernas abiertas, las manos fijas a unas argollas. Tenía puesta una malla celeste de nadador. Las costillas le sobresalían como pecheras de una armadura. Sonreía con placidez, como si él estuviese viéndonos a nosotros y preguntándose qué nos pasaría. Lo poco que habría podido mover, pelvis, pies, cabeza, estaba quieto.
De pronto la gran rueda con Dan Q. adentro se largó a andar. Dió cinco vueltas completas, pasó a través del agua y subió toda la pendiente gracias a la inercia y a que Dan Q. la impulsaba con una especie de pedaleo.
Se detuvo un instante y volvió a bajar. La rueda calzaba justo en el ancho del puente, cuyos bordes, más altos, le impedían zafarse. El ángulo que formaban la subida y la bajada al juntarse en el agua debía estar redondeado. Dan Q. había recorrido todo el trayecto dos veces cuando en la superficie del estanque se vió el inequívoco triángulo pardo que delata al tiburón. Se levantó un remolino de murmullos. Ahora nos costaba seguir el recuadro en el que Dan Q., sin demostrar coraje ni miedo, bajaba abstraído, subía pataleando, cerraba la boca y abría los alertas ojos grises antes del estanque. La posibilidad del tiburón nos atraía a pesar nuestro, girábamos con él alrededor del vértice del puente esperando sus ataques. Una cámara cenital nos mareó en la intersección de los círculos que describía la bestia y las vueltas del anillo que contenía a Dan Q.
Pronto los círculos del tiburón se fueron achicando. A medida que se acercaba al puente imáginabamos la pena de su cuerpo para doblar. Cuando finalmente se lanzó al ataque, Dan Q. se alejaba en subida. Atacó otras dos veces. Dejamos escapar un largo suspiro, una U elástica, casi un bostezo. Habíamos soñado a Dan Q. y el choque de los dientes del tiburón contra el hierro nos devolvía a la realidad.
Se le escapó un vómito color mostaza que parecía una carta de la derrota y quedó flotando. El animal hizo un par de metros hacia él sin dejarse distraer.
Durante ese segundo que Dan Q. estuvo inmóvil arriba nos conmovió su imagen serena, los pelos de alga pegada a la piedra de la cabeza, las pestañas brillantes, los huesos de la frente, pómulos, sienes y la mandíbula que asomaban tensionando la piel, como si el viento hubiera erosionado su rostro en las bajadas. Fue un segundo largo. Abarcó nuestra alarma, el gesto insólito de Dan Q., ese destello de plata en sus ojos y la escupida desafiante al vacío. Por último, una avalancha de gritos que atronó el visiobar y empujó la rueda de Dan Q. para que bajara con más fuerza que nunca. A través de la estela que levantaba su paso por el agua vimos la punta gris del tiburón en alto, lanzada hacia adelante, volviendo a hundirse y una veta roja sobre la lámina de aluminio. Ahora giraba pesadamente. La mordida le había afectado todos los dedos del pie derecho y deformado la rueda, que tendía a frenarse. Oí golpes de rabia contra la mesa. Algunas siluetas se levantaron y abandonaron el visiobar. Sin embargo Dan Q. todavía trabajaba con el talón. Mantuvo el impulso, la sonrisa plácida, el gesto concentrado, y hasta llegó a ganar más envión en las subidas, alejándose del peligro del pozo de agua, mientras las chispas de sangre despedidas por la rueda llovían sobre la trompa del tiburón, y éste cebado, ciego, embestía contra Dan Q. sin acertarle.
Cuando el estúpido entusiasmo del locutor anunció nuestra descalificación y el triunfo de los Litópadas la rueda ya había sido frenada en una de las torres, Dan Q. viajaba con rumbo desconocido, y los que quedábamos en el visiobar nos refregábamos los ojos púrpura con el dorso de la mano, nos consolábamos haciendo un paquete con los recuerdos rotos. Hasta ahí cada uno había ido acumulando sensaciones, construído una especie de memoria futura, un álbum con imágenes de nuestro triunfo, de Dan Q., de los festejos y hasta de los detalles por los que lo evocaríamos años más tarde. Ahora había que devolver ese tesoro, retirarse con la cabeza gacha, arrastrar el cuerpo hasta el borde de la cama y olvidar.
Pocos días después los visiobares volvieron a llenarse. Se leía el mensaje de los Presidentes. Uno de los agregados decía así: <>. Fue inevitable pensar en Dan Q. Algunos aseguran que después del fin del Mundial fue adoptado por los Litópadas. Otros, que recorre las provincias haciendo lo único que sabe, ofrecer su cuchillo y su cuello, entretener al público, hacerlo soñar. Su casa siguió vacía, o mejor dicho llena de mensajes que la fueron convirtiendo en un santuario hasta que ya no se supo de qué.

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