Payan. Raúl el ferretero y su acompañante Dubarry dibujan una especie de contrapunto. Dubarry, acodado sobre el mostrador, dice no digás. Dubarry abre los brazos y dice Raulito estás en todas, sonríe, un arrebato de calor en sus mejillas. Es el turno del ferretero de encogerse de hombros y débil, modesta sonrisa, oponiendo las palmas a las palabras del otro como si dijese pará. Por la hoja de la puerta que dejé abierta entran los ruidos del escape de una moto, el camión del sodero. No son las tres de la tarde. No se entiende del todo el orgullo de Raúl. Aparentemente, ha dado con la forma. Dice que lo supo por un vecino, el de la break, que él se lo había dicho. Algo me impulsa a hablar. Tal vez el olor a kerosene, el cigarro recién encendido, ese calor. El, digo, se lo había dicho: del laburo sin hacer estación venite a casa. Tai ta ra ri ta tira tira tai ra. Mirá, me interrumpe Dubarry, el ojeroso, arrastrando las eses, tango, lo que se dice tango, siempre ha sido el de antes, antes de que lo bailaran nuestros ancestros, incluso entonces, y antes, el tango ya era un perro que te lame las manos mansas cuando venís de madrugada, o más bien caés, arrojado sin rezongo, corazón, como un pucho manchado de rouge. Así que pará la mano, dice, con nariz venosa, toda la carne de la cara colgándole, y un bigote sin embargo, que sumado a esa manera de acodarse, de arrastrar, lo devuelve a su edad de oro. No es que viva en el pasado, pero le pertenece, como una vaca a su marca. Tose un poco, mira mi cigarro y me mira a los ojos. Raúl dice si quiero algo. Esbozo un ademán, como diciendo. Asiente. La erre del ventilador tartamudea a derecha e izquierda. De golpe, indignación, ira. No es por falta de agallas que no digo que al metro de esa regla le faltan tres centímetros, que los miles de metros de manguera, soga, cables y caños para cortina escamoteados sostienen este fraude ferretero. Furioso, de espaldas al mostrador, trato de serenarme palpando mosquiteros de alambre y de plástico, tan diferentes al tacto uno de otro, haciendo de cuenta que no los escucho, concentrado en la garrafa y el ténder, entre planchas para bifes y tarros de pintura y grasa grafitada.
En la vereda de enfrente cambian un vidrio. El oficial y su ayudante remueven con espátulas las astillas, los restos que quedaron en el marco de la vidriera de la lavandería. Visten de verde y de azul, y la encargada, de guardapolvos, se nota que les da conversación. A las cinco y media de la matina, oigo que dice Raúl, las contracciones. Cada cinco minutos. La señora saliendo en deshabillé y bolsito qué color: celeste. La calle oscura, aún no hablaba el alba. El, con la almohada bajo el brazo y llaves y formularios de la obra social. Da arranque y oye un ruido a fierros, a traba. El coche en marcha pero a la vez inmóvil, como si le hubiera dado un ataque. La señora hace preguntas, pide, se contrae. Las mujeres, dice Dubarry. Pará, pará, dice el ferretero. Ella se asoma por la ventanilla y dice papi, que es eso en las ruedas. El, recién entonces, ahí, se da cuenta que se lo habían puesto, infradotados los que cepan, conchas de su madre, putos, hijos de puta, mudo quedó de putear a los botones de mierda del asfalto que, a todo esto, trae un taxi. Abordaje de película, dedo índice en primer plano: a la maternidad; de piedras el camino, de preguntas. Dubarry putea, solidario. El oficial vidriero y su ayudante usan unas sopapas triples con manijas para sostener el nuevo vidrio. Lo bajan pesadamente de la camioneta. Se preparan para cruzar la calle bajo los rayos del sol. Pero era un loco este taxista, un personaje, fanático de las carreras. Que, entre paréntesis, ya había ayudado a dar a luz dos veces, nenas las dos. Lo pisaba que mama mía. Con una mano buscaba en la guantera las fotos de las criaturas. Ella decía decíle que se calle, se apure, pare. Ese tipo de taxista que cuando un oficial vidriero y su ayudante, mientras cruzan con un vidrio enorme, lo ven venir, les dan ganas de hacer muecas, gesticulan antes que la resignación les cierre los ojos, no atinan, no pueden sino encogerse, llorar los vidrios rotos desparramados, y allá el taxista muy capaz de exclamar iuju, revolear el puño en alto, proponerse padrino si llegan. Existen feas flores amarillo negras susceptibles de ser enviadas?
Es una evocación del presente.
La luz entra, más bien estalla, desde el patio que no tendrá gallinas ni ranas, tirantes de pinotea del alero de chapas acanaladas, baldosones, zócalos de mármol, rejillas moras, cajones de clavos sobre clavos, el stock de un patio de película argentina. Entra partiendo el marco de las puertas, la banderola, sus contornos. La sombra de cientodos perillas para hornallas a veces se ciñe, otras se abate o recorta contra la placa de chapadur plus. Dubarry tiene manos más sólidas que un banco, dedos gordos y ágiles que se alargan cuando dice de alguien que es un loco de la guerra. Siempre le va a faltar, como un sexto dedo amputado, el cigarrillo. Raúl no fuma, pero esta mañana entendió porque la gente fuma, mientras fatigaba el pasillo infaltable, blanco y frío. Cada tanto se arrimaba a las puertas pero no oía nada. La impaciencia, los nervios, no lo dejaban distraerse. El pensamiento se le iba y volvía siempre al mismo punto. Pensaba, dice, en mi niñez. Baja la vista, parece perdido o a merced de la marea del recuerdo, se empaña. Pero sale de un salto y del lado de acá del mostrador grita Walter, Walter, al rubio que pasaba por enfrente. Vení dice el ferretero. Qué querés dice Walter y muestra la muñeca. Mas la mano de Raúl, con un aire de remo, de sombra de pájaro sobre la pared, lo atrae. Walter cruza y entra con su teléfono. Qué pasa dice. No sabés dice Raúl, me lo pusieron, el cepo. Hice como me habías dicho. A mi nunca me lo pusieron dice Walter. Pero no te acordás dice Raúl, vos me dijiste una vez. No sé dice Walter, se acomoda la agenda bajo el brazo, el nudo de la corbata. Yo te dije? Walter asegura que de autos no entiende, que él jamás. Raúl, no sin despecho, dice que es posible dividir a los hombres entre los que se dan maña para cualquier cosa y los que no. El, además de las herramientas que heredó de su viejo, tiene pasión, le gusta informarse. Dubarry, de lo que se puede hacer con las manos, ha hecho de todo. Te doy dos datos dice, pero el propio entusiasmo lo enrieda en un acceso de tos. La cara azul se sacude hacia adelante, la boca emite restos de flema, pulveriza el aire, un graznido. La mujer que acaba de entrar retrocede pidiendo disculpas. Faltaba más dice Raúl, pase. Ella nos mira uno por uno y se queda cerca de la entrada. Raulíto, alcanza a decir Dubarry. Raúl se pierde por entre las tiras de la cortina y le da curso a la reminiscencia de un río, con cascada y todo, que me despeja. La mujer se arrima un paso al mostrador. Walter nos mira mirarnos. Dubarry bebe. Raúl, como si yo fuera el culpable de la tos, me pregunta qué quiero. Varilla roscada, de tres octavos digo. Cuántas. Dos, dame. Algo más? Seis tuercas, seis arandelas grower, seis comunes y seis mariposas. Repite en voz baja mientras vuelca cada cosa sobre una hoja de diario. Mariposas no tengo dice. Cómo que no tenés mariposas. No, para tres octavos no tengo, no puedo no tener? Abro los brazos. Gira y le pregunta a la mujer qué necesita. Quería talugos dice ella. Talugos? dice Raúl mirando a Dubarry que vuelve a toser. Si, para poner un perchero. Talugos dice Raúl. Deben ser esos japoneses dice Walter. De los japoneses, no? dice mirándola serio, comprador. No sé dice ella, y ellos explotan de la risa. Entran dos albañiles, dos bolivianos con la cara y los brazos encalados, como fantasmas del carnaval. Llegó el cólera dice Raúl entredientes. Oíme digo, de un cuarto tenés? Mariposas? Todo, varilla, arandelas, todo de un cuarto dame. Si tenés. Me fijo dice, y se pone a contarle a Walter cómo hizo. Entonces suena el teléfono portátil y Raul se congela a la expectativa, Walter diciendo hola, la mujer qué hago, Dubarry lo conozco desde que era así, los albañiles exhalan cal aun cuando callan. En la calle, los baldes quietos, la escalera apoyada contra el árbol. La radio destiñe noticias. Hasta del techo cuelga la mercadería, correas para perros, taladros, martillos, portamacetas, un mediomundo. Pará digo, sabés qué, mejor dame de cinco dieciséis. Levísimo estremecimiento del bigote de Raúl. No de un cuarto? No, muy angosta. Vemos dice, y guarda lo que había sacado. Despliega otra hoja. Un mecánico en mameluco se asoma desde el umbral. Y Raulíto? Qué hacés dice Raúl. Tuvo? Tu mujer, tuvo? Hoy a la mañana dice Raúl, otro hincha de Racing. Rien. A sus espaldas el póster del equipo de José parece latir. El mecánico se ahorra su caricia de grasa, cierra el puño, dice grande, grande. Walter acaba de cortar y tiene que irse. Raúl le dice que pare, que venga. Y al mecánico también, que entre. Abre las dos hojas de la puerta que da al patio. Vení, y ustedes, y usted, señora, venga. Levanta la tapa, nos da la mano para atravesar de a uno en fila la frontera del mostrador y nos introduce en el patio. Ta tán ta tán dice, y señala una pezuña de hierro con remaches, un pedazo de cepo que resplandece.
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